Son las 11 de la
mañana de un lunes. Comienzo la semana y no tengo efectivo. Paso por una
empresa a retirar un cheque de unos servicios prestados. Y decido: opción
número 1- volver al parqueo a recoger el vehículo e irme a recoger a los chicos
al colegio. Opción número 2 – Caminar 8 cuadras hasta el banco más cercano a
cambiar en efectivo el cheque. Decido la opción
número 2.
No importa. Lo pude
haber hecho de manera diferente. Cambiar la ruta. Entrar a un autobanco.
Hacerlo en otro momento. Pero no, decido la opción número 2, mido mis tiempos.
Camino rápido. Sudo un poco. Grabo el proceso a medias. Estoy apurado. Los
minutos avanzan rápidamente. Tal vez no llegue a tiempo al colegio. Eso me
estresa.
Verifico el
cheque. Miro el logo del Banco Mercantil Santa Cruz. Reviso en mi billetera mi
carnet de identidad. Esta todo en orden. En ese momento pienso. Para cambiar el
cheque necesito más tiempo del requerido. Así que decido utilizar mi tarjeta de
débito del banco. Es más fácil y seguro lo hago más fácil. Mi tarjeta de débito
del banco está gastada porque siempre la llevo en la billetera. Es algo que se
gasta con el tiempo. A todos nos pasa. Se borran los números. La banda
magnética también sufre daño. Incluso el pequeño chip que lleva inserto. Pero
no importa. Pienso de todas maneras entrar al cajero y retirar efectivo.
Llego al banco,
donde tengo mi cuenta. Entro al cajero automático. Y lo que me preocupaba. El
lector del cajero no lee mi tarjeta. Salgo del cajero. Miro hacia adentro del
banco. No había nadie haciendo fila ni esperando. Entro y saco mi ticket para
ser atendido. Me llama el cajero número 1. Me saluda amablemente. Un joven de
unos 21 años. Pareciera que tiene menos. Lo miro y le entrego mis documentos:
Carne de identidad y tarjeta de débito. Me pide deslizar la tarjeta por la maquinita
donde meto el pin. Le digo que es en vano, ya que siempre me rechaza el
artefacto. Porque la tarjeta está gastada, el lector de la cinta magnética no la lee. Me mira insistiendo en que realice la operación. Lo miro y pienso. Hago
la operación y verá que no pasa nada. Entonces me hará la operación
manualmente. Error. La máquina dio otra vez error y el chico que me atendía en
la caja también. Llamó a la supervisora. Una joven, bajita y menuda. Con lentes
negros que le tapaban media cara. Le explico la situación y me pidió hacer de
nuevo la operación. Obedecí como mero trámite esperando que ella diera la señal
de aprobación de que realice la operación manualmente. Pero para mi sorpresa,
al estilo de funcionario público mal pagado. Me dijo. Señor, tiene que cambiar
su tarjeta. Le costará Bs. 80. De otra manera no podemos atenderlo.
Pero como, pensé.
Sin alterarme decidí que me devuelva la tarjeta. Salí del banco profiriendo
algunas malas palabras pero en silencio. Caminé las 8 cuadras que habían de
diferencia entre la sucursal y la central del Banco Mercantil Santa Cruz.
Entré. Saqué mi ticket. Por suerte había poca gente esperando. Me tocó la
ventanilla 5. Una joven muy amable me atendió. Me preguntó que operación iba a
realizar. Le dije retiro. Le di el monto.
Me pidió mis documentos. Agarro mi tarjeta de débito y sin pedirme que deslice
la tarjeta por la cinta magnética, procedió a entregarme el dinero que le había
pedido de mi caja de ahorro.
Fin de la
historia.
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