Eran casi las siete de la noche. Caminar por la alameda era
una especie de suerte de la mala. De esas cosas que a uno se le ocurre hacer
porque no se da cuenta de lo que pasa.
Llevaba conmigo un conejo. Mi pantaloncito azul elite. Mi polera
blanca del colegio. Mi carita de niño. Mi voz entrecortada. Todo parecía una
especie de noche turbia. Acorralado por autos que pasaban a mil kilómetros por
segundo. Por la avenida principal. Se llenaba de gente. Comprando pollo estaban
los borrachos. Ya la gente se metía clefa en la cabeza y alucinaba con eso. El,
acariciaba su cabeza suavemente. Sus ojos eran rojos. Su aliento pestilente. Su
voz cariñosa. Su mirada perdida.
Tenía hambre, estaba claro. El conejo le
llamaba la atención. No era mío. No era de nadie. Era blanco como la nieve. Yo nunca
conocí la nieve. La vi en dibujos animados. Ese momento me pareció lo más
caricaturesco. La luz del poste en la esquina. El cuadrado encerrado del
alambrado en la alameda. Camellón que me encerró cinco minutos. Acercándose a
mi cuerpo desvalido. Sus manos torcían mis dedos. El conejo temblaba de la
angustia. Lloraba a sollozos sin gritar. El trémulo momento me mataba. No temblaba,
sacudía mis tripas por dentro. El miedo era rotundo y amargo. No tenía
escapatoria.
Mamá me había hablado de ellos. Los ropavejeros le decían. Los
que se roban a los chicos. Confuso estaba porque yo no era la víctima. Era el
conejo. Quería el conejo, no a mí. Pero igual temblábamos los dos. Con los ojos
abiertos de misterio. El segundo pasaba lentamente.
Cuando me alejé lentamente después que el olor del pegamento
le haya hecho efecto aún más. Me miró. Me sonrió. Me largó. Me liberó. Apretando
con fuerza el animalito blanco. Corrí a la vereda del frente. De la avenida
bajaban los coches modelo ochenta. Las llantas
gastadas en el asfalto. El tiempo que estuve pensando casi nada. El miedo
me paralizó las ideas.
Pero eso presagiaba el comienzo de una historia más macabra.
Una historia que duró cinco minutos pero que se repite en mi mente cada cien
días. Cien minutos. Cien segundo. La inocencia perdida. El olor a tabaco. La humillación
permitida. La ignorancia destructiva. Todo se juntó en esos momentos, cuando la
crisis nos había golpeado.
Aprendí la lección pero no comprendí lo que me había pasado.
El tiempo me llenó de preguntas que fui respondiendo poco a poco. Sabía que
existía una explicación irresponsable, inexplicable, derrotada.
No hay comentarios:
Publicar un comentario