Levantarse en la mañana, bien
temprano, porque el partido es a las ocho y cuarto, es la sensación que
extrañaba desde hace mucho tiempo. Jugar un partido en la cancha del barrio,
con otros como yo que apenas pueden alcanzar la pelota, pararla como se debe y
correr hasta alcanzarla.
El fútbol siempre fue una
preocupación para mi, desde si soy titular, hasta si hoy voy a jugar bien. Si
me voy a lesionar, o si va a llover. Es una dinámica que se cuenta por fines de
semana, por partido a partido. Es una medición del tiempo diferente. Cada
partido suma o resta puntos. Cada jugada suma o resta valor. Cada gol suma o
resta importancia.
Me acuerdo la primera vez que
jugué un campeonato, tenía 10 años, armaron un equipo con los chicos del
barrio, todos entre los catorce, quince y dieciséis. Necesitaban que lleven
también refuerzos que pagaran la cuota. La sensación de saberse en un equipo
era única. Pertenecer a un grupo de uniformados, con chuteras y canilleras, con
el número en la espalda era una sensación indescriptible. Ese día debuté en la
banca, y mientras pasaban los segundos, los minutos, los tiempos, el primero,
el entretiempo. Mientras todos sudaban, renegaban yo miraba impaciente,
buscando a lo lejos de la inmensa cancha la pelota, soñando como la iba a
patear, que jugada iba a hacer, como sería el gol, con los nervios de punta si
me equivocaba, todo pasaba en un segundo. Y las ganas de orinar eran
insoportables, la espera me desesperaba,
me decía el técnico, el más grande de todo el grupo que ya iba a entrar.
Luego de dar mi cuota, mi foto, mi pasaporte para salir de la casa y viajar en
micro por más de una hora al otro lado de la ciudad, al final, lo único que
obtuve fue unas ganas de llorar de impotencia. Ya no podía hacer nada, no podía
meter el gol, no podía correr e improvisar un centro para que entre el nueve y la
meta la pelota. Ya no podía retroceder el tiempo y esperar de nuevo a que hagan
el cambio y entre a debutar. Fue imposible detener el segundero del reloj. El partido
se había acabado. Perdimos.
Cuando volvimos a la casa, no me
acuerdo ni como, ni con quien, ni cuanto tardamos. Si almorcé, si dormí o si me
olvidé que me habían embaucado para ser suplente de los suplentes. Ese domingo
de fútbol fue el peor de todos.
Pero después los demás domingos,
se llenaron de goles, de historias, de repaso de jugadas buenas y malas, con
los que metían goles y con los que los pelaban, con los que atajaban o con los
que se dejaban meter. El tiro libre, el kichute roto, el túnel, la famosa
chilenita que otros le decían chinelita, la palomita, el taquito, darle de
primera, pararla de pecho, la rabona, y todo ese idioma de las canchas de
barrio, de los que habitan ese rectángulo, y de los que viven mirando las
jugadas repetidas desde los bancos aledaños.
Los domingos de fútbol, ya sea en
la canchita del barrio, en el estadio o
mirarlo por televisión era un ritual ineludible. Un sagrado momento que
es difícil de explicar por qué lo hacemos quienes hemos vivido pensando y
consumiendo fútbol desde niños. La pelota número cinco llena de barro, o la
tango, o la brazuca, la que sea, es una cómplice de todas esas historias que se
arman domingo a domingo, seguro ella sabrá explicar esa locura que sentimos
quienes corremos, hipnotizados como idiotas detrás de ella, llorando y gritando
en un partido de fútbol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario