Mi profesora de lenguaje en
intermedio, lo que hoy llaman primaria, se llamaba Eva. Era chiquitita, tenía
problemas al caminar y usaba unos lentes negros que le cubrían casi toda la
cara. El sujeto, verbo y predicado lo aprendí con ella. El uso de la coma, la
tilde y los dos puntos suspensivos. Nos enseñó a leer y a escribir con
propiedad. Con destino, sin miedo. Repetíamos los dictados, la artillería
gruesa de los gerundios y los adverbios. La “m” antes de la “b” y la “p”, nos hacía
construir mundos, historias fantásticas que me llevaba a la casa y las dibujaba
en mi mente.
Luego vino el profesor Chambi,
gracioso y apresurado para hablar, que nos hizo meter las narices en otros libros, más sesudos, más
del mundo, más enteros. Las venas abiertas de América Latina de Galeano, no lo entendía pero las exponíamos en clase, a
Shakespeare y el mercader de Venecia, luego a Gabriel García Márquez con cien
años de soledad. La batalla de Boquerón
de Luis Fernández, el Pozo de Augusto Céspedes, la Divina Comedia de Dante, y la
niña de sus ojos de Antonio Díaz Villamil.
El libro, siempre estuvo cerca:
en la mochila, en la lista de útiles, en la casa, en el armario. Papá siempre
compraba enciclopedias de 5 o 10 tomos, el atlas, el famoso diccionario y para
las matemáticas el Baldor con el tipo barbudo de turbante en la tapa. Que hubiéramos
hecho sin los libros, sin esos que vinieron después, apareciéndose en el camino
sin que sepamos como llegaban a nuestras manos: al principito con el dibujo del
sombrero, la boa y el elefante, con mi planta de naranja lima de José Mauro de
Vasconcelos y otros que se perdieron en el camino.
Los libros, esa pasión desmedida
por leer todo: a Nietzsche para agarrar a martillazos las ideas, a Saramago
para perder la lucidez y encontrar la ceguera, a Isabel Allende con su casa de
los espíritus, a Benedetti y sus historias de oficinas. Que haríamos sin ellos,
no entenderíamos nada de lo que nos rodea, no tendríamos ni la más idea donde
estamos parado, no hubiéramos descubierto el universo ni sus latitudes, ni
agujeros negros ni la breve historia del tiempo de Stephen Hawkins. Todos son
buenos, incluso los malos.
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