PERDIDOS EN LA FE
La misa de domingo
@750palabras
Como
todos los domingos, llegábamos a la iglesia, a la misa de las ocho, en la plaza
principal, a la basílica Mayor de San Lorenzo. Vestidos de comunión, con
mocasines recién lustrados y camisas de
manga larga, con el rosario entre las manos y los rezos repetidos. El obispo
nos espera, con la sotana blanca, el incienso encendido y la fe puesta en que
los feligreses lleguen con la mejor de las ganas de escuchar la palabra de
Dios.
Ese
domingo, la iglesia se llenó, como casi todos los domingos, de los mismos
temerosos de Dios: porque ese es el principio de la sabiduría, llegar primero
para ganar asiento, aunque sea en la última fila de las banquetas largas de
madera. Cuando uno tiene 10 años, los techos de las iglesias parecen infiernillos
para calentar la fe y dejar en cocimiento los pecados en los confesonarios.
Estaban
las beatas de la Cordillera y Junín, de las calles adyacentes al mercado
"siete calles", los Foianini que vivían a media cuadra, la familia
Telchi y toda su prole, los hijos del vecino sin su padre, el teniente coronel
retirado que había participado en la guerra del chaco y que quedó en silla de
ruedas para el resto de su vida, y la viuda de Don Zenón, tía abuela de mi
madre. Estaban todos menos los testigos de jehová que esperaban afuera a los
vecinos para tocarles la reja y regalarles un Atalaya y palabras de fe.
Comenzaba
el rezo, el padre nuestro y toda la liturgia desplegada como una gran obra de
teatro, aprendida de memoria y ensayada una y otra vez con los monaguillos de
la confirmación. Pero entre tanta distracción, orfebrería de la palabra leída
de la biblia, versículo tras versículo, siempre me distraía, la blancura del
vestidito de la niña sentada delante mío, nunca faltaba a la misa de las ocho,
así como infaltable era su moño rosado que le agarraba sus rizos rubios sobre
su cabecita prensada. Era el dominio de un sentimiento raro, de niños que no
entendíamos, como hacer la señal de la cruz: en la frente, en la boca, en el
pecho y luego signar y santiguar, cuando rezaban todos al unísono en voz alta:
"por mi culpa, por mi culpa por mi gran culpa" golpeándose el pecho y
cerrando los ojos. Nos mirábamos como buscando una complicidad entre tanto
adulto, con vergüenza y con ese sentimiento de enamoramiento precoz, de timidez
absoluta y de imaginería de cuentos de hadas.
Por
esos días, el Papa Juan Pablo II, estaba por arribar al aeropuerto “El
Trompillo”, todos los católicos, iluminados por la fe y gracia provocada por la
visita del pontífice, se encontraban con el fervor católico renovado; el sermón
de ese domingo, con el obispo Julio subido en la testera, una especie de garita
empotrada en uno de los horcones de la iglesia, dirigió la homilía
correspondiente, sobre la importancia del buen cristiano, de la constancia que
guía el camino del hombre que busca al señor, con la voz retumbante, que caía
en cada uno de los rincones de la iglesia, amplificado por los parlantes
distribuidos en toda la arquitectura del templo, su voz calaba profundo y
despertaba a más de uno que se había quedado dormido.
Cuando
de pronto, un grito de llanto y dolor se escuchó entre la multitud de gente,
abarrotada en el pasillo izquierdo de entrada a la iglesia, cerca del cristo
crucificado colgado en la pared lateral; eran los gritos de una mujer, que
había perdido la fe, que había perdido el sentido de rezar y rezar sin tener
resultado, ¡es mentira! gritaba ¡es mentira todo lo que nos dicen! vengo todos
los domingos a misa, me confieso cada vez que lo necesito, me arrodillo y le
pongo velas al santísimo, y todo sigue igual, gritaba la demandante, gritaba
con estruendoso dolor, que rebotaba en cada uno de los rincones de la iglesia,
sin necesidad de micrófonos; el Obispo se calló, esperó que termine su suplicio,
y denuncie su incredulidad ante las autoridades presentes. Cayó arrodillada,
cuando se dio cuenta que todos los feligreses, no entendieron sus gritos y
menos le dieron importancia, no convenció a nadie de sus palabras y los
fracasos de sus rezos, que dio por vencida su lucha, se lió en el cuello su chalina
negra, y salió derrumbada en llanto.
Mi
madre me tapó los oídos, mi padre me puso la mano en la cabeza, mis hermanas
vestidas de blanco lino, confundidas agarraron sus libritos de comunión y se
sentaron acongojadas por lo sucedido. Fue la primera vez que vimos un
protestante dentro de un grupo de inquilinos de la fe, católico, apostólico y
romano, inquirir respuestas directas.
Terminó
el sermón el cura, se bajó y dio la hostia en la boca, en la lengua, en
la mano, los miró a todos a los ojos, indagó en sus miradas para ver si
encontraba a otro "desdecido" entre nosotros. La misa acabó, con las firmes palabras de despedida: "Podéis ir en
paz".
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