La balsa de Otto
El inventor de historias
@750palabras
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Otto
tenía la cabeza aguayabada, flaco como él solo. Nadie lo encontraba sentado
porque siempre tenía algo que hacer, todos le conocían el oficio de “arreglalotodo”.
Un
día de Noviembre, después de muchos días de lluvia, lo vimos, como una gran
visión, cargar una gran balsa sobre sus hombros; salía de su casa, acompañado
por una tropa de peladingos petacudos, que gritaban y vociferaban, -¡ya está el
barco!-,-¡ya está la balsa, ya está terminada!-.
Todos
los vecinos, extraídos de sus casas, sorprendidos por la novedad, como si fuera
la gran nave importada desde otros lados del mundo, salieron a vitorear al
creador de ese transporte náutico.
Todos
querían ver cómo funcionaba; caminaban con los pies descalzos y las chinelas
agarradas en las manos, las viejas que eran sus clientas. La posa, laguna, Curichi,
o como sea que le llamasen, estaba a más
que veinte metros de su casa.
Llegaron
a la orilla, con los tablones costurados con clavos, alambres y cola de
carpintero, tenía una tabla en medio que servía de asiento para el capitán, no
medía más de metro y medio de largo y setenta y cinco centímetros de ancho, a
rajar solo entraban dos personas apretadas.
El
agua de la posa tenía el color verdoso, característico de los curibichales de
la época, noviembre, el mes de la lluvia, de los sapitos cantando en las
cunetas, de los tordos anunciando la salida del sol, de las nubes cargadas de
agua, era el mes de la invención, de un muchacho, que por la falta de trabajo,
se las rebuscaba para hacer algo.
Cuando
casi todos los vecinos de los alrededores estaban presentes, expectantes
bordeando las orillas de la posa, - desde la casa de petete hasta el enmallado
de la aldea de niños pobres-, se veía que esperaban que el navío improvisado, zarpe a
las aguas semiprofundas de la posa. Todos sabían, que alguna vez, según la
historia de las abuelitas, en ese lagunón, hubo un Jichi: animal de una cabeza
inmensa, cuerpo de anguila, lengua de víbora; que salía y se comía no solo a los ratones, sino a
perros y vacas que se acercaban al lugar, cuando llegaba la noche, pero ya a nadie
le importaba, porque solo aparecía en las pesadillas de los niños y los
abuelitos.
Era
casi el mediodía, cuando se produjo el embarque. Comenzó a navegar, se
impulsaba por una madera con forma de pala, que lo llevaba hasta el centro del
universo de aquella laguna. Al llegar allí, todos gritaron, saludaron, y vitorearon al navegante.
El
acto duró casi todo el día, entre que iba y venía al centro con pasajeros, que
en la mayoría eran niños, mujeres y ancianos. Todos disfrutando de un viaje
corto pero placentero. Los que vivían alrededor de la posa, soñaban con llegar
al centro y pescar, en lo más profundo, las palometas, las sardinas y las
anguilas.
Los
turos (caracoles pequeños), las ranas, los sapos gigantes y las gallaretas,
desprevenidos por el suceso, también formaban parte del ambiente. Al final de la
tarde, Otto, agarró su balsa, de la misma manera como la sacó de su casa,
"espaldada" (cargada en la espalda), se metió con la conciencia
tranquila, de haber logrado, que esos días, en que la gente pensaba que estaba
de vago, valieran la pena.
Otto,
no medía más de un metro sesenta, tenía la piel pegada a los huesos, y su andar
era como la una viejita que iba de prisa al mercado, su voz era delgada y su
risa de hiena, burlona y chillona servía para batirse en duelo con los más
dicharacheros del grupo. Cantaba y tocaba la guitarra, las uñas del pulgar y el
dedo índice era para puntear, arte y talento que lo hacía popular en las
reuniones de los jueves a los lunes. Nunca pagaba nada de lo que consumía,
tomaba tanta cerveza que podía y, casi nunca quedaba borracho y embarrado en
una cuneta.
Un
día, pintando la casa de los Medinacelli, donde pretendía a la hija mayor; su
desprevenido suegro, le dio la misión de pintar el techo alto y el ladrillo
visto rojizo con grandes surcos amarillos entre cada uno.
Arrastraron
los muebles al patio y quitaron los cuadros de las paredes, para que el artista
pase su brocha. Tenía cara de saber lo que hacía, sus baldes de pintura y sus
brochas lograban el trabajo encomendado, hasta que tocó subirse a la escalera de
unos cinco metros de altura, la apoyó a la pared principal de la sala y se
subió sin más miedo que el que se le acabe el cigarrillo arriba y no pueda
encender otro mientras acababa su cometido.
Todos
entraron a sus aposentos, la madre el padre y la hija pretendida, con el
objetivo de dormir una siesta, mientras el pintor, que era Otto, terminaba su
trabajo; cuando de pronto, el estruendo de una bandeja que caía al piso, y un montón
de maderas sonaron estrepitosamente, salieron corriendo a ver qué había pasado.
Era Otto, que se había caído desde lo más alto de la casa. La pared se quedó
sin pintar más de medio año, hasta que el artista improvisado salió del
hospital, y se animara nuevamente a subirse a una escalera a continuar con su
trabajo.
Los
vientos de Agosto siempre traían novedades, para ese año de elecciones
presidenciales, Otto, creó un pájaro de papel periódico, era un volantín con
silueta de ave. El esqueleto estaba hecho de varillas de una silla que había
desarmado, cincuenta centímetros de un lado por sesenta del otro, armaba la
cola con las bolsas de pan olvidadas en la cocina, y le sacaba de la máquina de
costurar Singer de su madre, las bolas de lana para amarrar su nuevo invento y
así no se escapara con el viento.
De
nuevo, aquella tarde, salieron todos de sus casas, los niños lo perseguían con
sus petaquitas redondas, las madres detrás de ellos, y los transeúntes que
pasaban recurrente por el lugar, para mirar como subía, lentamente, el volantín
de Otto, hasta atravesar las nubes. Solo se veía la pita, que era de color
rojo, haciendo una curva infinita.
Naviero,
cantante, pintor, inventor, PM (policía militar), boxeador, gallero,
carpintero. Todos los oficios que le daba la cabeza los hacía Otto, hasta que
un buen día, decidió subirse a un avión y no volver jamás (fue uno más de los
hijos del éxodo). En su casa, como parte de un estante de cosas hechas y
olvidadas, quedaron la balsa, el volantín con cara de pájaro, su guitarra de
palo, las uñas de sus gallos de pelea, su uniforme de PM y sus guantes de
boxeador.
Su
madre, que lo lloraba de lágrima en lágrima, murió hace un mes atrás, triste
por la pérdida de su hijo, quien le robaba las lanas y las tijeras de su máquina de costurar, sus
utensilios y su neceser de enfermera. No resistió al ataque de soledad de los
años y desistió de la vida. El, volvió tras la noticia, pero ya era demasiado
tarde.
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