Los micros, parte del genoma citadino
Los
micreros son los que mueven la ciudad, corren todo el día por sus arterias y
casi que se vuelven necesarios para la existencia de este organismo vivo, que
es la urbe cruceña.
Todos
los días miles de personas, se suben a uno de estos vehículos para trasladarse
a su trabajo.
Esta
es la historia de una de ellas, que vive en los micros de la ciudad como una
casa rodante, ya que el mundo se ve diferente desde allí. Comienza su recorrido
en la zona sur, desde donde agarra el micro que sale desde la refinería y se
lanza en un viaje tremendo hasta la zona norte, kilometro catorce casi quince,
es su manera de vivir, es su forma de recrear el mundo en un viaje sin parar.
Luego
de llegar a la parada final, toma otro micro que la dirige por otro tramo más
espeluznante aún, es una línea que acaba de crearse que solo entra a barrios
recién creados, llenos de pozos y movimientos tectónicos, con pasajeros que
suben en estado de ebriedad y casi siempre con el olor característicos de los
chivos. Suben y bajan, suben y bajan, llegan hasta su recorrido, dicen parada y
bajan a prisa para no ser arrastrados por la corriente de aire que deja el
transporte público.
Según
cuenta ella, que los peores micros, son los que entran a los mercados, casi
todos ellos entran a los más populosos centros de abastecimiento, donde, no
solo personas entran para ser transportados de un punto de la ciudad a otro,
sino, también sus animales: no faltan los perros, los gatos, los patos, los
loros, las chivas, los chanchitos, lechoncitos, todo tipo de animales
escondidos en bolsos de aguayo.
También
suben mercaderías: desde los tomates casi podridos, no vendidos en el centro,
comida para los chanchos en las casas, abarrotes, comidas, frituras y alimentos
perecederos que huelen quiabó, podridos por el paso del tiempo.
No
faltan los montacargas humanos, esos hombres que viven de arrastrar, cargar,
llevar como animales las mercaderías de los grandes gremialistas, que utilizan
a estos pobres hombres como bagayeros de contrabando, para que las autoridades
pertinentes no lo coloquen en el régimen general y paguen impuestos.
Prosigue
su viaje más allá de los olores, esta mujer que vive de escuchar las historias
de las personas que se sientan al lado de ella, atrás o adelante, dice que
estás son mejor que quedarse viendo la mejor de las novelas en la televisión o
la superproducción de una película gringa. Las historias que ha escuchado
sentada en los micros duran generalmente veinte minutos, la duración de un
viaje de dos personas que cuentan todo sin pudor mientras se trasladan de un
punto a otro en la ciudad. Dramas familiares, amores encontrados, amantes,
mujeres infieles, fulanitas que se acuestan con el fulanito, deudas impagas,
amores maltratados, hijos maleducados, todo.
En
ese ir y venir, se puede decir que Ofelia, que es como se llama esta científica
que estudia la vida cotidiana subida en un micro, ha logrado descifrar el
genoma del cruceño, ese hombre pobre que tiene que utilizar el transporte
público. Comenzando desde el chofer que es el pretérito perfecto de los hombres
de las cavernas, pasando por las amas de casa que visten de madres y cocineras
con los rulos en las cabezas pensando en voz alta, hasta los hijos de todos los
vecinos del pueblo y sus problemas personales, existenciales y menstruales. Todos
se encuentran en ese universo llamado micro: el transporte público de la
ciudad.
Desde
que tengo uso de razón, dice Ofelia siempre me gustó viajar en estos vehículos
que lleva a muchas personas de un lado a otro: la historia se remonta a mi
niñez cuando tenía que subirme al colectivo de la línea uno, un camión ñato que
había sido adaptado para ser vehículo que preste este servicio, era una especie
de cacharro bien alimentado, con las láminas de su chasis levantadas y una caja
de cambios que sonaba como si los fierros estuvieran torciéndose por dentro y
suplicando aceite y grasa para continuar.
Alguna
vez también existieron unos micrangos llamados ENTA, empresa nacional de
transporte, que era un experimento por demás de desubicado ya que su estructura
de gigante apenas podía entrar por las estrechas calles de la ciudad. Luego
vinieron los misiles, micritos donde todos los pasajeros entraban agachados,
apretados como sardinas, y traumatizados por las grandes velocidades imprimidas
para llegar a marcar la tarjeta.
Ofelia,
vive sentada en los micros como una pasajera eterna, que encontró la manera de
nunca estar quieta, en un solo lugar, con compañía de los choferes de micros,
ha encontrado una familia y una extensión de su aventura viajera, por el
ombligo del mundo.
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