sábado, 31 de agosto de 2013

Oscar y la máquina secuenciadora de ADN

CRONICA 
Oscar y la máquina secuenciadora de ADN

@750palabras

Oscar, no quería abandonar su campo, sus vacas, sus torcazas y todo lo que le recordara su niñez; pero su madre, que vivía pensando que hacer con su hijo menor, lo mandó a estudiar a Argentina, según ella, algo que tenía que hacer con su vida.
Lo subieron al tren, luego a una flota, lo dejaron en la frontera y ahí, mediante una transacción en Yacuiba, lo introdujeron a un taxi que lo llevó hasta Buenos Aires. Más tardó en llegar que en volverse, no quería saber de las universidades y menos estudiar, algo raro pasaba en él. Extrañaba su vaca, su ternero, la leche a las seis de la mañana.

Otra vez, lo subieron al tren, lo metieron a la fuerza a la flota y lo enviaron en avión al microcentro porteño, hospedado en un hotel de media estrella, comenzó a estudiar: las plazas, las calles, los campos, la General Paz, Puerto Madero y por fin, se quedó estancado en una universidad cerca del río de la plata.

Estudió por más de cinco años, su madre nunca supo que, porque no le importaba. El, que era de poco escribir, y con el resentimiento de hijo forzado a hacer lo que no quería, tampoco le contó que no estudió ni derecho, ni arquitectura, ni publicidad, ni nada de lo que su madre alguna vez soñó.

Al volver a su rancho, allá en Tundi, pueblito de mala muerte, afueras de la ciudad, y lejos de todo lo que tenga que ver con tecnología, desembarcó en la frontera con Chile, una máquina que traía vía exprés desde Europa, Nadie sabía lo que era, ni los de la Aduana, por eso no supieron cuánto pedirle como coima para hacer pasar la máquina rara.


Oscar, había preparado un cuarto especial para su herramienta de trabajo, para esa máquina que nadie entendía que hacía. Su madre al verlo llegar con el camión de mudanza trayendo un armastrote descomunal, donde más eran cajas y plastoformo prendidos con cintas adhesivas con anuncios de frágil, no entendió de qué se trataba.

Al mes de llegada la carga, Oscar le pidió a su madre que le prestara a Rosita, la vaca favorita de la familia, que estaba a punto de cumplir siete años. Ella no entendía que podía hacer con una vaca que lo único que hacía era espantarse las moscas con la cola,  y deambular rumiando todo el día.

A los pocos meses, apareció una vaca, idéntica a rosita, y luego otra, y luego otra, y así hasta completar un lote de diez vacas idénticas. Oscar satisfecho, al ver que su trabajo daba frutos, comenzó a sacarle fotos para enviarla de nuevo a la universidad de donde había salido. Su madre que vivía en su mundo eterno de hacer pan, biscochos y patascas para vender los fines de semana en la ciudad, no se había percatado de tal situación.

Doña felicidad, -le dijo la vecina del siguiente canchón, -sus vacas gemelas, se están comiendo los choclos de mi campo-, ella no entendía de que se trataba, cuando salió a ver, a la mujer y su vaquero subido en un caballo lleno de garrapatas, lo que denunciaba, no podía creer lo que veían sus ojos. Su vaca rosita, estaba reproducida por diez, todas idénticas, llenas de manchas negras, con la oreja cortada, y las patas chuecas.



No le dijo nada a su hijo, porque pensó que era una venganza de él, por haberlo mandado durante cinco  años a un lugar que no quería, y por hacerlo estudiar a la fuerza. Se quedó aterrorizada porque no sabía que era lo que había estudiado su hijo en realidad. -Y si ha estudiado magia negra, pensó-.

Unas semanas después, cuando su madre se encontraba descansando en su mecedora, en el patio, mientras terminaba de amanecer, vio como los pollitos que pasaban corriendo tras los maíces que le tiraba al suelo, tenían algo raro, se acerca a mirarlos de cerca, después de haberse puesto los lentes, y haberse agachado lo suficiente como para enfocar bien, descubrió que todos los pollitos que seguían a su mama gallina, tenían cada uno dos juegos de alas, parecía que estaban a punto de volar con la súper potencia de un par de juegos de alitas extras. Lanzó un grito al cielo y salió despavorida corriendo hacia la cabina telefónica más cercana del lugar. En Tundi casi nunca pasaba nada que llame la atención, los menonitas caminaban descalzo por los alrededores, como si vivieran en el siglo veinte, los camiones todos eran de los años setenta, y los teléfonos celulares eran algo que no quería usar por ser parte de una modernidad que ella se resistía a entender.

Oscar, no pudo evitar la risa sarcástica al ver a su madre, con la cara de terror, al desconfiar de que su hijo se haya convertido en el famoso Dr. Frankenstein, haciendo de los pollitos adefesios articulados con más de dos alitas. y no solo eso, en su área de trabajo donde tenía la máquina rara que nadie sabía de qué se trataba, había un ternero con dos cabezas, un perro que maullaba, un loro que hablaba perfectamente el inglés, y muchos cerditos caminando en dos patas.
Oscar no podía dejar de reír, cuando vio a su madre, que horrorizada agarraba sus pilchas, y corría a la parada del colectivo para que la lleve a la ciudad. Nunca se enteró que su hijo, había estudiado biología y farmacia y que en ese lapso, un científico loco, lo llevó de su aprendiz en biotecnología.


Cuando le preguntaron en la aduana, que era lo que hacía la máquina, él dijo inocentemente: "es un secuenciador de ADN".

viernes, 30 de agosto de 2013

CRONICA DE CIUDAD Los micros parte del genoma citadino

CRONICA DE CIUDAD
Los micros, parte del genoma citadino

Los micreros son los que mueven la ciudad, corren todo el día por sus arterias y casi que se vuelven necesarios para la existencia de este organismo vivo, que es la urbe cruceña.

Todos los días miles de personas, se suben a uno de estos vehículos para trasladarse a su trabajo.

Esta es la historia de una de ellas, que vive en los micros de la ciudad como una casa rodante, ya que el mundo se ve diferente desde allí. Comienza su recorrido en la zona sur, desde donde agarra el micro que sale desde la refinería y se lanza en un viaje tremendo hasta la zona norte, kilometro catorce casi quince, es su manera de vivir, es su forma de recrear el mundo en un viaje sin parar.

Luego de llegar a la parada final, toma otro micro que la dirige por otro tramo más espeluznante aún, es una línea que acaba de crearse que solo entra a barrios recién creados, llenos de pozos y movimientos tectónicos, con pasajeros que suben en estado de ebriedad y casi siempre con el olor característicos de los chivos. Suben y bajan, suben y bajan, llegan hasta su recorrido, dicen parada y bajan a prisa para no ser arrastrados por la corriente de aire que deja el transporte público.

Según cuenta ella, que los peores micros, son los que entran a los mercados, casi todos ellos entran a los más populosos centros de abastecimiento, donde, no solo personas entran para ser transportados de un punto de la ciudad a otro, sino, también sus animales: no faltan los perros, los gatos, los patos, los loros, las chivas, los chanchitos, lechoncitos, todo tipo de animales escondidos en bolsos de aguayo.

También suben mercaderías: desde los tomates casi podridos, no vendidos en el centro, comida para los chanchos en las casas, abarrotes, comidas, frituras y alimentos perecederos que huelen quiabó, podridos por el paso del tiempo.

No faltan los montacargas humanos, esos hombres que viven de arrastrar, cargar, llevar como animales las mercaderías de los grandes gremialistas, que utilizan a estos pobres hombres como bagayeros de contrabando, para que las autoridades pertinentes no lo coloquen en el régimen general  y paguen impuestos.

Prosigue su viaje más allá de los olores, esta mujer que vive de escuchar las historias de las personas que se sientan al lado de ella, atrás o adelante, dice que estás son mejor que quedarse viendo la mejor de las novelas en la televisión o la superproducción de una película gringa. Las historias que ha escuchado sentada en los micros duran generalmente veinte minutos, la duración de un viaje de dos personas que cuentan todo sin pudor mientras se trasladan de un punto a otro en la ciudad. Dramas familiares, amores encontrados, amantes, mujeres infieles, fulanitas que se acuestan con el fulanito, deudas impagas, amores maltratados, hijos maleducados, todo.

En ese ir y venir, se puede decir que Ofelia, que es como se llama esta científica que estudia la vida cotidiana subida en un micro, ha logrado descifrar el genoma del cruceño, ese hombre pobre que tiene que utilizar el transporte público. Comenzando desde el chofer que es el pretérito perfecto de los hombres de las cavernas, pasando por las amas de casa que visten de madres y cocineras con los rulos en las cabezas pensando en voz alta, hasta los hijos de todos los vecinos del pueblo y sus problemas personales, existenciales y menstruales. Todos se encuentran en ese universo llamado micro: el transporte público de la ciudad.

Desde que tengo uso de razón, dice Ofelia siempre me gustó viajar en estos vehículos que lleva a muchas personas de un lado a otro: la historia se remonta a mi niñez cuando tenía que subirme al colectivo de la línea uno, un camión ñato que había sido adaptado para ser vehículo que preste este servicio, era una especie de cacharro bien alimentado, con las láminas de su chasis levantadas y una caja de cambios que sonaba como si los fierros estuvieran torciéndose por dentro y suplicando aceite y grasa para continuar.

Alguna vez también existieron unos micrangos llamados ENTA, empresa nacional de transporte, que era un experimento por demás de desubicado ya que su estructura de gigante apenas podía entrar por las estrechas calles de la ciudad. Luego vinieron los misiles, micritos donde todos los pasajeros entraban agachados, apretados como sardinas, y traumatizados por las grandes velocidades imprimidas para llegar a marcar la tarjeta.

Ofelia, vive sentada en los micros como una pasajera eterna, que encontró la manera de nunca estar quieta, en un solo lugar, con compañía de los choferes de micros, ha encontrado una familia y una extensión de su aventura viajera, por el ombligo del mundo.




jueves, 29 de agosto de 2013

CRONICA INTROSPECTIVA: El escritorio de Barthez

CRONICA INTROSPECTIVA
El escritorio de Barthez

@750palabras

El escritorio como medio de transición al subconsciente

Ese rincón del mundo que se llama escritorio, donde colocamos cada uno de nuestras necesidades cotidianas de ejecutivo, administrador, portador de transacciones, etcéteras y etcéteras... es el lenguaje omnímodo de las cosas pendientes, hechas y mal hechas. Es el recordatorio de las cosas que estamos haciendo y de las que faltan por hacer.

En lo apretado del plano subjetivo, Barthez, encuentra la foto de su hijo, estampada en un trabajo escolar, donde dice “Te amo Papá”, es un ordenador de lapiceras y cosas comunes, es el regalo por el día del padre, es la ilusión de un niño de encontrar en un detalle pensado por la profesora.

Las llaves del auto, de la puerta principal de la casa, de la casa en la que solía vivir y ya no vive. Hay una cámara fotográfica y una de ficción. Billetera, la funda del celular. Facturas pagadas, pañuelos, y una reportera marca Sony que nunca ha utilizado. Marcadores y clips. Recibos de tipo de cambio del banco.

Una taza de café, sorpresivamente dos perforadores, uno de color negro y otro de color verde. Auriculares de estudio, más facturas, un “UHU stic” para colar los papelitos de ayuda memoria en la pizarra acrílica. Y el teclado con su monitor mirando pendiente lo que escribe. No dice nada, inmutado, sacrificado, le salen ojos de pixeles y no dice nada.

El resto se encuentra en orden, el polvo que se acumula todos los días, los papeles del banco retirados con prisa para que nadie vea los números rojos.

El trámite del escritorio es simbólico, es el lugar donde se encuentran la silla giratoria con los cajones archiveros, es el cargo inmediato, es el rol del administrador que no se quiere asumir como tal.

Los administradores son tipos fríos, que no tienen sangre en la cara y que cuando ven los números que no le cuadran, le genera dolor de cabeza e irritaciones malhumorantes. Barthez es uno de ellos.

Es el trabajo de un malabarista que juega con el destino tratando de torcerle el brazo para que lo favorezca.

Lo que falta en el escritorio de Barthez es el teléfono fijo, que por alguna extraña razón nunca existió. Debe ser por la falta de capacidad de comunicarse dirán algunos, tipo bueno pero atrasado en sus deberes de relaciones públicas.

Introvertido, desanimado, desasosegado, es un arraigado al cargo, emergido de las aulas de las universidades que petrifican el alma y el espíritu del ser humano. Cargado de nebulosas, “estupidizado”, cargado de penas y llantos, esperando el final del día para comenzar a vivir, entramado en unas vacaciones que no puede acceder, mirando fotos de otros en playas lejanas, copernicano, casi bipolar,  que no sabe  aplicar la ley de Murphy, porque perdió el buen humor; vive desesperado y casi agobiado, los trámites le han quitado dos cuartos de respiración, anda acongojado, le duele la espalda, tiene gases y orina cada hora y media.

Lo peor de todo del administrador, es que no tiene secretaria, ha intentado tener pero las faldas lo seducen y siempre cae en la tentación de olvidarse de que el cargo solo es para las funciones de la empresa y no para conquistar amores repentinos con mujeres que se sientan a escribir el dictado y  rol de llamadas.  Convencido de que tal aspecto no lo deja concentrarse prefiere tener charlas aleatorias con todo el personal y salir a pagar cuentas y a cobrar cheques atrasados.

El administrador tiene por ventaja su posición, que es como una contradicción porque él piensa que es una obligación hacer lo que hace. Correr al banco a pedir préstamos, salir a la calle a buscar clientes, agendar pagos de impuestos y trámites ante el ministerio del trabajo. Sacar licencias de funcionamiento y nuevos trámites de las administradoras de pensiones. Es un mundo enrevesado para un solo hombre que solo quería hacer empresa. Pero que tiene la firme convicción de no volver a pisar una empresa más como empleado.

El administrador cuenta con la salvaguarda de que todo puede salir bien y victorioso cuando pasen los días y lo encuentren solvente y bien parado. Pero eso pasa por ser una película de ficción cuando se imagina que abrir un negocio es tan difícil como cerrarlo.


Pero hay un escritorio más que falta por explorar de Barthez, el de la pc, la laptop, el ipad, el celular, y el de la agenda. El misterio de las personas que hacen de su rutina un trámite de colas y calvarios, es destramado, allí, con perfil casi exacto de su personalidad, es su escritorio. 

miércoles, 28 de agosto de 2013

CRÓNICA El terror en la calle Harrington

CRÓNICA
El terror en la calle Harrington

@750palabras


Era difícil explicar por qué el 15 de enero de 1981 iba a ser un mal día.

Camino a la plaza de armas, donde los periódicos se vendían al por mayor, la tembladera de un nerviosismo raro me corría por el cuerpo; solo tenía 7 años, y  comprar el periódico delante de policías que hacían guardia en el Comando Departamental de la institución del orden,  creaba un escalofrío desafiante.

Cinco de la tarde, las habladurías de un golpe de estado ya corrían por las calles, todos tenían el temor del balazo perdido, de la reyerta inevitable, de los conflictos políticos entre los socialistas, los parlamentarios, y los del Estado Mayor. Las portadas de todos los periódicos decían lo mismo, a nadie le importaba que en ese año, previo al mundial de 1982, se diera tanta “bomba” a un tipo que había salido de la bombonera, para llegar al Nou Camp.

Acá las luces se apagaban temprano por miedo a ser reconocido como comunista, los toques de queda eran tales, siempre que te agarraban caminando, y si no estabas en tu sitio te subían al Caimán (camión militar). Por suerte para mí, a los de siete años no le hacían nada.

Mi polerita blanca de elite, con mi shorcito azul de escuelita, mis zapatos Manaco bien lustrado, y mi peinado de gomina con raya a un lado, daba la sensación de una expresión de los años veinte, y la depresión de los gringos.

Mi madre, que llevaba el bolso de lienzo para las compras, asumía que ese día no iba a pasar nada, ante tanto anunciado de una posible guerra civil, lo correcto era refugiarse en la casa. Pero no, no era tal por que las luchas intestinas se daban en La Paz. Ese lugar frio de donde salían las noticias. Por eso los periódicos se vendían al por mayor, porque todo el mundo quería enterarse que pasaba en los 3600 metros de altura.

Primero las noticias llegaron a mansalva vía radial, Don Chevo y compañía anunciaban el terror en la calle Harrington, parecía una serie novelada de esas que daban en las coberturas radiales, tan impresionante y bien elaboradas, con la voz de locutores sacados de películas de ficción, tan rimbombantes que escenificaban todo a la perfección.

Primero la sirena, luego la metralla, los gritos de guerra, las botas moviendo el piso, todo eso en menos de lo que tardaban armar un teletipo en el diario Mayor.

La noticia decía: "al promediar las cinco de la tarde de este fatídico día (15 de enero de 1981)" los miembros escogidos de todas las instituciones del terror se dirigieron a la calle Harrington" lo primero que me imaginé fue la película Harry el sucio, pero no era ni lo más mínimo en comparación.

El cable seguía, "Los del DIN cortan el tráfico, los del DOS (departamento de orden social) cuidan la calle, los del ministerio del interior y del departamento II, penetran las casa donde se hallaban reunidos  los dirigentes Miristas". Por esas obsesiones que uno tiene de niño, y las aflicciones que causan los desajustes hormonales del crecimiento, el miedo me entró por el pis, las ganas de orinar fueron inevitables, el miedo se sentía en el ambiente, nosotros que comprábamos el periódico del diariero de siempre, su radio prendida  a todo volumen nos relató los sucesos que ocurrían en la sede de gobierno; mientras tanto, los golpistas deambulaban por la calle, con gorra y gafas facistas. El terror comenzó a sentirse en el ambiente, otra vez.

La voz del locutor seguía delirando con la noticia: "algunos quedan en la planta baja, pero la mayoría sube al piso donde se encontraban aquellos; todos los represores llevaban chalecos antibalas, luego de muchas precauciones penetran con violencia intimando la rendición de los Miristas"   la palabra que causaba zozobra entre el cúmulo de gente que se fue formando al pasar el relato fue aumentando, mi madre me agarró de la mano con más fuerza; el solo pensar que dos familiares amasaban pan a dos cuadras de la plaza disfrazadas de panaderas pero sin embargo llevaban el códice de los comunistas bajo el brazo, desdibujaba la cara a cualquiera que sean relacionados con ellos.

"José Reyes, uno de los reunidos grita: ¡No disparen, estamos desarmados!", luego de un breve silencio entran todos los del Departamento II y del Ministerio del interior; luego de otro momento de silencio, los represores fingen un griterío, y mientras simulan un enfrentamiento van disparando contra los ocho dirigentes, quienes caen heridos de muerte" al escuchar eso mi madre, agarra el periódico de ese jueves tenebroso y se encaminó por la (calle) Ingavi, bajó la mirada llegando a la (calle) Velasco, sollozaba de temor por la (calle) cordillera, hasta que enderezamos hacia la panadería que quedaba al frente de la casa. Todos tenían la cara de preocupación de esos días, los PM pasaban con  los caimanes, en la (calle) Junín se escuchan gritos y balazos, eran los universitarios que habían salido a protestar a la calle y eran reprimidos de manera violenta.

Caída la noche, mis tías viajaron al galope de un Toyota rojo Land Cruiser modelo 1970 de otro de mis tios y la escondieron en una quinta por la zona de la colorada, al final de la pista del aeropuerto.


El terror en la calle Harrington había dejado estupefacto a más de uno que entendían que el momento histórico había llegado.




martes, 27 de agosto de 2013

LA CAÑOTO Avenue


LA CAÑOTO
Avenue

@750palabras

Cuando vivíamos por la (Av.) Cañoto, entre la (calle) Isabela católica y Charagua, la vida era apacible, hermosa, calmada. Las casas tenían patio, la avenida recién sellada con asfalto, los camellones llenos de árboles algodoneros y Toborochis.

Corrían los ochentas, cuando la revolución de la hiperinflación había pasado, cuando salíamos a la calle todavía se sentía el hedor de las botas de los militares y la hostilidad de la policía. La cárcel quedaba en el centro, a pocas cuadras de la plaza, y los cuarteles a pocos pasos del segundo anillo.

A la medianoche, los autos dejaban de pasar, y se escuchaba uno de vez en cuando; no era como ahora, que los autos no paran toda la noche. Las aceras eran "caminables", vivía pensando que era el paseo perfecto para la gente que le gustaba trotar bajo la luz de la luna; ahora, la vida es imposible de día y de noche, caminar a las cero horas, implica correr el riesgo de ser asaltado sin más remedio ni el auxilio que el de las sombras nocturnas. Todo puede ocurrir.

Aunque en esos tiempos, después de que pasó el turbión como si fuera parte de la ladera del río Piray, las cosas se fueron empeorando poco a poco, ese lapso de años (80´s), fueron los mejores para esa parte de la ciudad.

Los vecinos se conocían, sus hijos jugaban al fútbol en los jardines centrales, los negocios eran rentables, los bicicleteros colgaban sus bicis viejas y nuevas para alquilar. Estaba el silpanchero, el gomero de Don Santos, la familia Becerra que su casa quedaba en la mitad de la esquina y salía hasta la otra cuadra adyacente.

Nosotros teníamos un árbol inmenso plantado en el patio, recibía a los visitante con sus hojas grandes cargadas de resinas con las cuales hacíamos bolas de goma, que rebotaban hasta el techo donde al final se perdían, También teníamos un perro llamado Bobby, que nació el mismo año que mi hermano mayor (61), que había vivido en el campo toda su vida, y de pronto lo hicieron citadino; de andar por los cañaverales, pasó a andar en las pollerías de los vecinos, restaurantes administrados por asiáticos. Las ventas (pulpería) eran caseras, las puertas se abrían hacia arriba quedándose como una especie de toldo, media agua.

Pero esa tranquilidad poco a poco se desvanecía. Tres eventos marcaron mi indolencia pueril y sacaron a relucir la intranquilidad de mi madre para con el lugar.

La primera fue cuando Percy (15), el nieto de Don Joaquín y la señora Nancy, después de ver muchas películas de Bruce Lee, en una intrépida jugada de fútbol en el camellón central de la avenida, actuó como tal, se lanzó hacia la pelota que se metía debajo de los autos, corriendo y salvándola; en consecuencia, un Datsun rojo, lo levantó de un golpe, cayendo en el capot y rebotando en el asfalto caliente de esa hora.

El segundo evento que me fue cambiando la visión del lugar, fue el asalto a la familia Valdivia, que vivían en la esquina, aprovechando que tenían espacio para poner un restaurante, dejaron cocinando unas salchichas para vender panchitos afuera del lugar; cerca de la medianoche, unos jovenzuelos pasados de copa, agarraron la tira de embutidos y corrieron con ellos como perros asaltando la carnicería; no tomaron en cuenta que el hermano mayor de los Valdivia había salido campeón departamental de lucha libre y que tenía una fuerza descomunal, a pesar de su tamaño (1.60 mts). No corrió más de 30 metros el avezado ladrón: sintió que lo agarraban del cuello, lo tiraban al piso y le ponían la bota texana en la cara. Los golpes se escucharon tan fuerte, que los vecinos salieron a ver la lucha libre afuera de la casa. Lo tiraba al piso, lo levantaba de nuevo, lo dejaba caer poniéndole la bota en la  oreja.


El tercer evento que no dejó que duerma durante mucho tiempo, sin poder cerrar los ojos y cargar esa imagen, fue cuando atropellaron a un anciano a pocos metros de la casa. Los autos, al no haber demasiado tráfico en el horario nocturno y a la falta de existencia de un semáforo como los hay ahora, pasaban corriendo a más de cien por hora, esa noche, para desgracia del infortunado anciano, que se prestaba a cruzar la avenida, tuvo la mala suerte de no ver el bólido, quemando llantas y desaforado, embestirlo sin gana y gracia. Su cuerpo se elevó por lo cielos y su cabeza fue a golpearse precisamente al filo de la acera. Sus sesos salpicaron en la jardinera y el silencio de la noche quedó contrastado con el frenazo de las llantas del auto, que al segundo de lo sucedido, emprendió viaje nuevamente para perderse en el olvido.

Hoy en día, caminar por la (av) Cañoto, es toparse con un nido de prostitutas y travestis ofreciendo sus servicios amatorios, peleándose el lugar; es enfrentarse con los palomillos, cleferos o carteristas que deambulan perdidos sin saber que hacer. Es arriesgarse a ser víctima de las trancaderas, de los malos olores de los restaurantes que aun ofrecen pollo a la brasa y a la broasted altamente tóxicos.

Sigue el viejo Pollo Moderno, los budines y mocochinchis del Kiosco Beni, la ventita de la esquina llamada "La Tapera" y los recuerdos de aquel lugar apacible que  un día fue.


lunes, 26 de agosto de 2013

MATANZA EN PALMASOLA: los muertos no tienen nombre

MATANZA EN PALAMASOLA
Los muertos no tienen nombre


@750palabras

La noticia, a las seis de la mañana, ya era preocupante: humo, balazos, palazos, y gritos de dolor y euforia salían de la cárcel de Palmasola, exactamente de Chonchocorito, régimen de máxima seguridad dentro del penal.

El bloque "B" había planificado controlar y quitar el poder a los del bloque "A", cerca de 500 internos, clasificados entre sentenciados y sin sentencia; entre asesinos, violadores, asaltantes a mano armada, violentos, despiadados, despertaron ese viernes para vivir una pesadilla. La antesala del infierno, el corredor de la muerte los esperaba.

Todo estaba planificado, la panadería serviría de cuartel para elaborar la matanza: varias garrafas de gas, cuchillos, machetes, y armas blancas punzo cortantes eran distribuidas entre los reos del bloque "B". Todo se sabía, la declaración de una madre desesperada doce horas después declaraba a los medios que ella había sido advertida  por su hijo (interno dentro del penal) para que le cuide a su hija (nieta de ella) por si algo le pasaba. La lucha por el poder se venía batiendo desde hacía ya mucho tiempo.

Prendieron fuegos a las casetas que estaban en la parte baja del pabellón, abrieron las válvulas de las garrafas de gas y la utilizaron como lanzallamas; crearon la calle de la amargura para "sunchar", machetear y golpear a los que, sin previo aviso, más que el olor a quemado, el estruendo de explosiones, salieran despavoridos del bloque sin saber lo que les esperaba.

Más que un enfrentamiento fue una emboscada, cuentan los que salieron con vida. Uno de los reos que era llevado al hospital con dos heridas de puñal y parte del cuerpo quemado dijo a la prensa: "nos querían matar a todos, nos querían quitar el poder, querían matar a nuestros líderes, pero nunca van a poder porque nosotros estamos con Dios", ante la mirada atónita de los periodistas y la respuesta dada por el malogrado, continúo diciendo mientras lo metían a la ambulancia "Nosotros matamos a dos de esos malditos, los golpeamos con palo hasta que se murieron los desgraciados" ¿y por qué lo mataron?, preguntó uno de los reporteros, a lo que atinó a responder, con la indolencia de su situación: "porque nos querían matar a todos, por eso, en defensa propia".


El campo penitenciario, se había convertido en un campo de batalla, los heridos estaban tirados en el patio enmallado: los quemados temblaban de dolor, los más afortunados solo tenían un corte de machete en la cabeza, los demás tenían en su cara la expresión del horror. Ensangrentados, quemados, olvidados y sin nombres.

Mientras tanto, los familiares de los reos, de los más peligrosos, lloraban afuera del penal, exigiendo saber si sus padres, hermanos, maridos, hijos estaban vivos. Después del mediodía reportaron la muerte de un padre con su pequeño hijo: "Murieron abrazados, calcinados en el bloque A" decía el titular; la gente no lo podía creer; como es costumbre, los internos tienen “derecho” a dormir con sus hijos dentro del penal, a convivir con ellos en régimen abierto, pero no a ser violados y maltratados.

Más de treinta internos quedaron calcinados, los muertos no tienen nombre, no hay manera de identificarlos, no hay manera de revivirlos para preguntarles cuál de ellos tenía el poder total del penal, por qué le querían quitar el mando, que era lo que pasaba allí adentro para que les hayan dado semejante muerte.

"Treintañeros" lo denominan a aquellos que tienen la máxima condena en el penal, no tienen nada que perder, ni siquiera el nombre: "Cindy y treinta treinta serían los responsables", anunciaban por las noticias de último momento en la radio, dos de los reos más peligrosos del lugar.

Hay una lista de muertos sin nombre que solo los familiares quieren saber, porque todavía mantienen la esperanza de que estén vivo, no importa si ha sido un asesino, si la condena que le dieron allí se la merecían, o si por cosas del destino fue a dar a una de las cárceles más peligrosas del mundo sin merecerlo. Es una cuestión del ser humano y sus derechos.

Cuando los muertos no tienen nombre, no significa que no le importa a nadie; porque sí, hay una razón para tener preocupación por ellos, deberían ser menos los que están encerrados en la cárcel de máxima seguridad denominado Palmasola, deberían ser reformados los que entran allí. Ellos (los reos) nacieron con un nombre que cuidar, un número de carné de identidad, una nacionalidad y una responsabilidad.

No se los puede dejar calcinados en el olvido, porque puede suceder, que en la misma cárcel, se borren los nombres otra vez, de personas que aunque hayan hecho de su vida un infierno, pueden tener el derecho a la redención.





domingo, 25 de agosto de 2013

La misa de domingo

PERDIDOS EN LA FE
La misa de domingo

@750palabras

Como todos los domingos, llegábamos a la iglesia, a la misa de las ocho, en la plaza principal, a la basílica Mayor de San Lorenzo. Vestidos de comunión, con mocasines recién  lustrados y camisas de manga larga, con el rosario entre las manos y los rezos repetidos. El obispo nos espera, con la sotana blanca, el incienso encendido y la fe puesta en que los feligreses lleguen con la mejor de las ganas de escuchar la palabra de Dios.

Ese domingo, la iglesia se llenó, como casi todos los domingos, de los mismos temerosos de Dios: porque ese es el principio de la sabiduría, llegar primero para ganar asiento, aunque sea en la última fila de las banquetas largas de madera. Cuando uno tiene 10 años, los techos de las iglesias parecen infiernillos para calentar la fe y dejar en cocimiento los pecados en los confesonarios.

Estaban las beatas de la Cordillera y Junín, de las calles adyacentes al mercado "siete calles", los Foianini que vivían a media cuadra, la familia Telchi y toda su prole, los hijos del vecino sin su padre, el teniente coronel retirado que había participado en la guerra del chaco y que quedó en silla de ruedas para el resto de su vida, y la viuda de Don Zenón, tía abuela de mi madre. Estaban todos menos los testigos de jehová que esperaban afuera a los vecinos para tocarles la reja y regalarles un Atalaya y palabras de fe.

Comenzaba el rezo, el padre nuestro y toda la liturgia desplegada como una gran obra de teatro, aprendida de memoria y ensayada una y otra vez con los monaguillos de la confirmación. Pero entre tanta distracción, orfebrería de la palabra leída de la biblia, versículo tras versículo, siempre me distraía, la blancura del vestidito de la niña sentada delante mío, nunca faltaba a la misa de las ocho, así como infaltable era su moño rosado que le agarraba sus rizos rubios sobre su cabecita prensada. Era el dominio de un sentimiento raro, de niños que no entendíamos, como hacer la señal de la cruz: en la frente, en la boca, en el pecho y luego signar y santiguar, cuando rezaban todos al unísono en voz alta: "por mi culpa, por mi culpa por mi gran culpa" golpeándose el pecho y cerrando los ojos. Nos mirábamos como buscando una complicidad entre tanto adulto, con vergüenza y con ese sentimiento de enamoramiento precoz, de timidez absoluta y de imaginería de cuentos de hadas.

Por esos días, el Papa Juan Pablo II, estaba por arribar al aeropuerto “El Trompillo”, todos los católicos, iluminados por la fe y gracia provocada por la visita del pontífice, se encontraban con el fervor católico renovado; el sermón de ese domingo, con el obispo Julio subido en la testera, una especie de garita empotrada en uno de los horcones de la iglesia, dirigió la homilía correspondiente, sobre la importancia del buen cristiano, de la constancia que guía el camino del hombre que busca al señor, con la voz retumbante, que caía en cada uno de los rincones de la iglesia, amplificado por los parlantes distribuidos en toda la arquitectura del templo, su voz calaba profundo y despertaba a más de uno que se había quedado dormido.

Cuando de pronto, un grito de llanto y dolor se escuchó entre la multitud de gente, abarrotada en el pasillo izquierdo de entrada a la iglesia, cerca del cristo crucificado colgado en la pared lateral; eran los gritos de una mujer, que había perdido la fe, que había perdido el sentido de rezar y rezar sin tener resultado, ¡es mentira! gritaba ¡es mentira todo lo que nos dicen! vengo todos los domingos a misa, me confieso cada vez que lo necesito, me arrodillo y le pongo velas al santísimo, y todo sigue igual, gritaba la demandante, gritaba con estruendoso dolor, que rebotaba en cada uno de los rincones de la iglesia, sin necesidad de micrófonos; el Obispo se calló, esperó que termine su suplicio, y denuncie su incredulidad ante las autoridades presentes. Cayó arrodillada, cuando se dio cuenta que todos los feligreses, no entendieron sus gritos y menos le dieron importancia, no convenció a nadie de sus palabras y los fracasos de sus rezos, que dio por vencida su lucha, se lió en el cuello su chalina  negra, y salió derrumbada en llanto.

Mi madre me tapó los oídos, mi padre me puso la mano en la cabeza, mis hermanas vestidas de blanco lino, confundidas agarraron sus libritos de comunión y se sentaron acongojadas por lo sucedido. Fue la primera vez que vimos un protestante dentro de un grupo de inquilinos de la fe, católico, apostólico y romano, inquirir respuestas directas.


Terminó el sermón el cura, se bajó y dio la hostia  en la boca, en la lengua, en la mano, los miró a todos a los ojos, indagó en sus miradas para ver si encontraba a otro "desdecido" entre nosotros. La misa acabó, con las firmes palabras de despedida: "Podéis ir en paz".

sábado, 24 de agosto de 2013

La Balsa de Otto

La balsa de Otto
El inventor de historias
@750palabras

Otto tenía la cabeza aguayabada, flaco como él solo. Nadie lo encontraba sentado porque siempre tenía algo que hacer, todos le conocían el oficio de “arreglalotodo”.

Un día de Noviembre, después de muchos días de lluvia, lo vimos, como una gran visión, cargar una gran balsa sobre sus hombros; salía de su casa, acompañado por una tropa de peladingos petacudos, que gritaban y vociferaban, -¡ya está el barco!-,-¡ya está la balsa, ya está terminada!-.

Todos los vecinos, extraídos de sus casas, sorprendidos por la novedad, como si fuera la gran nave importada desde otros lados del mundo, salieron a vitorear al creador de ese transporte náutico.

Todos querían ver cómo funcionaba; caminaban con los pies descalzos y las chinelas agarradas en las manos, las viejas que eran sus clientas. La posa, laguna, Curichi, o como sea que le llamasen, estaba a  más que veinte metros de su casa.

Llegaron a la orilla, con los tablones costurados con clavos, alambres y cola de carpintero, tenía una tabla en medio que servía de asiento para el capitán, no medía más de metro y medio de largo y setenta y cinco centímetros de ancho, a rajar solo entraban dos personas apretadas.

El agua de la posa tenía el color verdoso, característico de los curibichales de la época, noviembre, el mes de la lluvia, de los sapitos cantando en las cunetas, de los tordos anunciando la salida del sol, de las nubes cargadas de agua, era el mes de la invención, de un muchacho, que por la falta de trabajo, se las rebuscaba para hacer algo.

Cuando casi todos los vecinos de los alrededores estaban presentes, expectantes bordeando las orillas de la posa, - desde la casa de petete hasta el enmallado de la aldea de niños pobres-, se veía que  esperaban que el navío improvisado, zarpe a las aguas semiprofundas de la posa. Todos sabían, que alguna vez, según la historia de las abuelitas, en ese lagunón, hubo un Jichi: animal de una cabeza inmensa, cuerpo de anguila, lengua de víbora; que  salía y se comía no solo a los ratones, sino a perros y vacas que se acercaban al lugar, cuando llegaba la noche, pero ya a nadie le importaba, porque solo aparecía en las pesadillas de los niños y los abuelitos.

Era casi el mediodía, cuando se produjo el embarque. Comenzó a navegar, se impulsaba por una madera con forma de pala, que lo llevaba hasta el centro del universo de aquella laguna. Al llegar allí, todos gritaron,  saludaron, y vitorearon al navegante.

El acto duró casi todo el día, entre que iba y venía al centro con pasajeros, que en la mayoría eran niños, mujeres y ancianos. Todos disfrutando de un viaje corto pero placentero. Los que vivían alrededor de la posa, soñaban con llegar al centro y pescar, en lo más profundo, las palometas, las sardinas y las anguilas.

Los turos (caracoles pequeños), las ranas, los sapos gigantes y las gallaretas, desprevenidos por el suceso, también formaban parte del ambiente. Al final de la tarde, Otto, agarró su balsa, de la misma manera como la sacó de su casa, "espaldada" (cargada en la espalda), se metió con la conciencia tranquila, de haber logrado, que esos días, en que la gente pensaba que estaba de vago, valieran la pena.

Otto, no medía más de un metro sesenta, tenía la piel pegada a los huesos, y su andar era como la una viejita que iba de prisa al mercado, su voz era delgada y su risa de hiena, burlona y chillona servía para batirse en duelo con los más dicharacheros del grupo. Cantaba y tocaba la guitarra, las uñas del pulgar y el dedo índice era para puntear, arte y talento que lo hacía popular en las reuniones de los jueves a los lunes. Nunca pagaba nada de lo que consumía, tomaba tanta cerveza que podía y, casi nunca quedaba borracho y embarrado en una cuneta.

Un día, pintando la casa de los Medinacelli, donde pretendía a la hija mayor; su desprevenido suegro, le dio la misión de pintar el techo alto y el ladrillo visto rojizo con grandes surcos amarillos entre cada uno.

Arrastraron los muebles al patio y quitaron los cuadros de las paredes, para que el artista pase su brocha. Tenía cara de saber lo que hacía, sus baldes de pintura y sus brochas lograban el trabajo encomendado, hasta que tocó subirse a la escalera de unos cinco metros de altura, la apoyó a la pared principal de la sala y se subió sin más miedo que el que se le acabe el cigarrillo arriba y no pueda encender otro mientras acababa su cometido.

Todos entraron a sus aposentos, la madre el padre y la hija pretendida, con el objetivo de dormir una siesta, mientras el pintor, que era Otto, terminaba su trabajo; cuando de pronto, el estruendo de una bandeja que caía al piso, y un montón de maderas sonaron estrepitosamente, salieron corriendo a ver qué había pasado. Era Otto, que se había caído desde lo más alto de la casa. La pared se quedó sin pintar más de medio año, hasta que el artista improvisado salió del hospital, y se animara nuevamente a subirse a una escalera a continuar con su trabajo.

Los vientos de Agosto siempre traían novedades, para ese año de elecciones presidenciales, Otto, creó un pájaro de papel periódico, era un volantín con silueta de ave. El esqueleto estaba hecho de varillas de una silla que había desarmado, cincuenta centímetros de un lado por sesenta del otro, armaba la cola con las bolsas de pan olvidadas en la cocina, y le sacaba de la máquina de costurar Singer de su madre, las bolas de lana para amarrar su nuevo invento y así no se escapara con el viento.

De nuevo, aquella tarde, salieron todos de sus casas, los niños lo perseguían con sus petaquitas redondas, las madres detrás de ellos, y los transeúntes que pasaban recurrente por el lugar, para mirar como subía, lentamente, el volantín de Otto, hasta atravesar las nubes. Solo se veía la pita, que era de color rojo, haciendo una curva infinita.

Naviero, cantante, pintor, inventor, PM (policía militar), boxeador, gallero, carpintero. Todos los oficios que le daba la cabeza los hacía Otto, hasta que un buen día, decidió subirse a un avión y no volver jamás (fue uno más de los hijos del éxodo). En su casa, como parte de un estante de cosas hechas y olvidadas, quedaron la balsa, el volantín con cara de pájaro, su guitarra de palo, las uñas de sus gallos de pelea, su uniforme de PM y sus guantes de boxeador.


Su madre, que lo lloraba de lágrima en lágrima, murió hace un mes atrás, triste por la pérdida de su hijo, quien le robaba las lanas  y las tijeras de su máquina de costurar, sus utensilios y su neceser de enfermera. No resistió al ataque de soledad de los años y desistió de la vida. El, volvió tras la noticia, pero ya era demasiado tarde.

viernes, 23 de agosto de 2013

Beto: el basurero de Normandía

BETO: EL BASURERO DE NORMANDIA
El hombre que vive de lo que los demás botan

750palabras


Vivía escarbando la basura desde ya hacía mucho tiempo atrás, desde 1983 cuentan los que saben, desde los días en que el rio se puso bravo y se entró a la ciudad e inundó todo.

Las bolsas de basura eran su pasión, no podía ver una sin llevarse la mano a la boca para lamerse las babas. Era así: cuentan que tenía (tiene) una enfermedad; "un talento innato", explicaba una de sus vecinas, porque no cualquiera encuentra un paquete de dinero en fajos de cien tirado en pleno basurero.

Roberto tenía 15 años cuando descubrió el placer y el talento de ejercer el oficio de basurero. Desde aquel día sábado que se quedó escarbando en el basural que se había formado en la posa central del barrio; en vez de ir a jugar a la canchita como religiosamente hacíamos todos los muchachos de la zona.

La alcaldía, que entre otras necesidades, tenía que tapar el Curichi más famoso de la cuadra con lo que sea, no tuvo mejor idea que botar en el hueco semiprofundo de la laguna artificial, la basura que desechaban los vecinos de la ciudad: por esos años, el censo indicaba que no pasaban de los novecientos mil habitante en todo el esqueleto de la urbe. Ese día, el cielo estaba encapotado, el viento nos pegaba a la cara anunciando una lluvia de norte, y Roberto, dominado por un instinto que lo llevó a quedarse a escarbar entre la basura, encontró un tesoro escondido en la última volquetada de basura descargada.

El descubrimiento fue íntimo: cuenta que primero vio una bolsa negra, no le dio importancia, porque pensó que era carne podrida o papel de baño, porque el olor nauseabundo lo tenía; pero su voz interior lo hizo agarrarla, zarandearla, para ver caer, primero un billete, luego un fajo, y al final, abrir desesperadamente el cofre de plástico, para encontrar diez mil pesos. Salió corriendo directo a su casa, que no quedaba a más de dos cuadras, enloquecido volvió para verificar si no había más. A la semana estrenó bici, con llantas pantaneras BMX

Desde ese día, desde esa mañana, sentí que perdimos a un amigo, a un compañero de equipo, de cancha, porque Roberto, no volvió a ser el muchacho jocoso que se divertía jugando pelota con los pies descalzos.

Pasaron los años, y "Beto" como le decía su mamá, seguía encontrando cosas en el basural del barrio: Reloj, cadenas, llantas, cuadernos, libros de español - Guaraní, biblias, espejos rotos. Se dedicó al oficio a tiempo completo, sin pensarlo dos veces. Se levantaba  a las seis de la mañana, se cambiaba para ir al colegio, desayunaba, agarraba los cuadernos, y en vez de tomar la ruta para ir al establecimiento educativo, se dirigía directamente al basural del barrio, que cada vez era menos, porque el municipio había decidido limpiar el lugar.

La desesperación de Beto, al no tener el basural cerca de su casa, un basural como Dios manda, empezó a hurgar en las bolsas que sacaban los vecinos, que dejaban colgadas en las rejas de las casas, para que los perros no la muerdan y la escarben; pero él, al igual que los caballos y las vacas que pasaban por el barrio: con el hocico, la cabeza rumiante y las manos de Beto, deshacían la envoltura de mierda, desperdicios y cosas que no tenían arreglos.

Al poco tiempo, desde el concejo municipal, decidieron abrir un vertedero, lo llamaron Normandía, quedaba al sur este de la ciudad, entre el naciente sol y el plan 3000, proyecto de urbanización para gente afectada por el turbión. Beto al saber eso, agarró sus ropas y todos sus bártulos encontrados en la basura y, se fue a vivir con los Suchas que comenzaron a pulular por el lugar. Fue el primero en llegar al barrio, cuentan los vecinos de Paurito, pueblo aledaño, no había ni avenida cuando él llegó con el primer camión de basura. Dicen los que lo vieron arribar: lucía  como capitán de un barco pirata desembarcando a una isla desierta solo para él,  con la frente en alto, levantando la nariz, aspirando el aire que emanaban los camiones.


Se volvió un experto: cada día se revolvía la basura de un barrio completo. Luego los clasificó por distrito; decía: a mí me gusta mucho la basura que llega del distrito 5, donde viven los nuevos riquitos de la ciudad, los de Equipetrol, encuentras manjares entre sus bolsas de supermercado, zapatos de medios uso, y alijos de coca metidos en ceniceros Árabes; los que no tienen nada bueno, pero de vez en cuando traen alguna sorpresa, son las basuras que traen del distrito 9, se nota que por esa zona son pobres, sus bolsas de basura son menores y cada vez que escarbo encuentro botellas de cerveza quebradas, bolsas de azúcar llenas de mierda y juguetes hechos a mano, trompos y bicu bicu destruidos.

Los del distrito 11, son los más agradables, casi siempre, la basura viene con helados un poco derretidos, despedazados por mitades y con uno que otro televisor en blanco y negro “arreglable”, periódicos, revistas y cajetillas de cigarrillos rubios.

Cada día era una sorpresa para Beto, que decidió vivir entre los escombros,  entre los deshechos de los demás y la esperanza de encontrar, de nuevo, otra bolsa llena de fajos de billetes rojos de a cien.


Normandía - Vertedero municipal
Santa Cruz de la Sierra