CRONICA
Oscar y la máquina secuenciadora de ADN
@750palabras
Oscar,
no quería abandonar su campo, sus vacas, sus torcazas y todo lo que le recordara
su niñez; pero su madre, que vivía pensando que hacer con su hijo menor, lo
mandó a estudiar a Argentina, según ella, algo que tenía que hacer con su vida.
Lo
subieron al tren, luego a una flota, lo dejaron en la frontera y ahí, mediante
una transacción en Yacuiba, lo introdujeron a un taxi que lo llevó hasta Buenos
Aires. Más tardó en llegar que en volverse, no quería saber de las
universidades y menos estudiar, algo raro pasaba en él. Extrañaba su vaca, su
ternero, la leche a las seis de la mañana.
Otra
vez, lo subieron al tren, lo metieron a la fuerza a la flota y lo enviaron en
avión al microcentro porteño, hospedado en un hotel de media estrella, comenzó
a estudiar: las plazas, las calles, los campos, la General Paz, Puerto Madero y
por fin, se quedó estancado en una universidad cerca del río de la plata.
Estudió
por más de cinco años, su madre nunca supo que, porque no le importaba. El, que
era de poco escribir, y con el resentimiento de hijo forzado a hacer lo que no
quería, tampoco le contó que no estudió ni derecho, ni arquitectura, ni
publicidad, ni nada de lo que su madre alguna vez soñó.
Al
volver a su rancho, allá en Tundi, pueblito de mala muerte, afueras de la
ciudad, y lejos de todo lo que tenga que ver con tecnología, desembarcó en la
frontera con Chile, una máquina que traía vía exprés desde Europa, Nadie sabía
lo que era, ni los de la Aduana, por eso no supieron cuánto pedirle como coima
para hacer pasar la máquina rara.
Oscar,
había preparado un cuarto especial para su herramienta de trabajo, para esa
máquina que nadie entendía que hacía. Su madre al verlo llegar con el camión de
mudanza trayendo un armastrote descomunal, donde más eran cajas y plastoformo
prendidos con cintas adhesivas con anuncios de frágil, no entendió de qué se
trataba.
Al
mes de llegada la carga, Oscar le pidió a su madre que le prestara a Rosita, la
vaca favorita de la familia, que estaba a punto de cumplir siete años. Ella no
entendía que podía hacer con una vaca que lo único que hacía era espantarse las
moscas con la cola, y deambular rumiando
todo el día.
A
los pocos meses, apareció una vaca, idéntica a rosita, y luego otra, y luego
otra, y así hasta completar un lote de diez vacas idénticas. Oscar satisfecho,
al ver que su trabajo daba frutos, comenzó a sacarle fotos para enviarla de
nuevo a la universidad de donde había salido. Su madre que vivía en su mundo
eterno de hacer pan, biscochos y patascas para vender los fines de semana en la
ciudad, no se había percatado de tal situación.
Doña
felicidad, -le dijo la vecina del siguiente canchón, -sus vacas gemelas, se
están comiendo los choclos de mi campo-, ella no entendía de que se trataba,
cuando salió a ver, a la mujer y su vaquero subido en un caballo lleno de
garrapatas, lo que denunciaba, no podía creer lo que veían sus ojos. Su vaca
rosita, estaba reproducida por diez, todas idénticas, llenas de manchas negras,
con la oreja cortada, y las patas chuecas.
No
le dijo nada a su hijo, porque pensó que era una venganza de él, por haberlo
mandado durante cinco años a un lugar
que no quería, y por hacerlo estudiar a la fuerza. Se quedó aterrorizada porque
no sabía que era lo que había estudiado su hijo en realidad. -Y si ha estudiado
magia negra, pensó-.
Unas
semanas después, cuando su madre se encontraba descansando en su mecedora, en
el patio, mientras terminaba de amanecer, vio como los pollitos que pasaban
corriendo tras los maíces que le tiraba al suelo, tenían algo raro, se acerca a
mirarlos de cerca, después de haberse puesto los lentes, y haberse agachado lo
suficiente como para enfocar bien, descubrió que todos los pollitos que seguían
a su mama gallina, tenían cada uno dos juegos de alas, parecía que estaban a
punto de volar con la súper potencia de un par de juegos de alitas extras.
Lanzó un grito al cielo y salió despavorida corriendo hacia la cabina
telefónica más cercana del lugar. En Tundi casi nunca pasaba nada que llame la
atención, los menonitas caminaban descalzo por los alrededores, como si
vivieran en el siglo veinte, los camiones todos eran de los años setenta, y los
teléfonos celulares eran algo que no quería usar por ser parte de una
modernidad que ella se resistía a entender.
Oscar,
no pudo evitar la risa sarcástica al ver a su madre, con la cara de terror, al
desconfiar de que su hijo se haya convertido en el famoso Dr. Frankenstein,
haciendo de los pollitos adefesios articulados con más de dos alitas. y no solo
eso, en su área de trabajo donde tenía la máquina rara que nadie sabía de qué
se trataba, había un ternero con dos cabezas, un perro que maullaba, un loro
que hablaba perfectamente el inglés, y muchos cerditos caminando en dos patas.
Oscar
no podía dejar de reír, cuando vio a su madre, que horrorizada agarraba sus
pilchas, y corría a la parada del colectivo para que la lleve a la ciudad. Nunca
se enteró que su hijo, había estudiado biología y farmacia y que en ese lapso,
un científico loco, lo llevó de su aprendiz en biotecnología.
Cuando
le preguntaron en la aduana, que era lo que hacía la máquina, él dijo
inocentemente: "es un secuenciador de ADN".