Son las 5 de la
mañana. Mi vuelo es a las 8 y media. Abro la heladera y no encuentro nada. Está
frio.
Oruro es una
ciudad fría. Lo sé porque lo he visto en las fotos. La gente sufre de frio. Yo
estoy por saberlo.
Me subo a un
avión. Camino muchos pasillos, escáner y aduana de paso, levanto los brazos,
saco todo lo que tengo en el bolsillo, nunca suelto la cámara.
Viajo con
Neneko, tiene como 10 años menos, pero un inmenso repertorio de chistes que no
sabe que los tiene. Los dos sabemos que vamos a hacer un viaje de placer, pero
al mismo tiempo de trabajo. Hace más de tres meses que nos encerraron.
Encerraron al mundo entero. Por una cuarentena que quiso castigar a un virus.
Dejarlo solo en las calles, pero no pudieron.
El vuelo sale a
las 8 y media. Llega en 1 hora hasta Oruro. Pero antes hace una parada en
Cochabamba, para cambiarnos de avión y así proseguir el destino hacia las
alturas. Estamos tranquilos. Respiramos profundo. No sabemos qué es lo que va a
pasar. Solo sabemos que tenemos que ir. Porque el encierro nos cansó.
Teníamos una
misión que cumplir, pero no era tan así. Nos pidieron que vamos a ver algo que
todo el mundo decía que era espectacular. Que nadie más lo había visto como
nosotros lo íbamos a mirar. Nos pidieron que busquemos elefantes.
Cuando llegamos
a Oruro, el clima cambió totalmente. La ciudad con el carnaval más emblemático
del mundo, después del de Rio de janeiro. La Diablada, el corso y la imagen de
una virgen de más de 40 metros de altura nos esperaba en el pasillo de
recepción en un mural.
Pasamos el pasillo
del recibidor de pasajeros y nos encontramos con las puertas abiertas a conocer
la ciudad. Salimos a buscar un taxi y nos encontramos con varios. En un
sargento de voces que pedían llevarnos, nos decidimos por el último de la fila,
reaccionaron los primeros, nos subimos al taxi mediante insultos y malas
palabras tiradas entre los choferes del mismo sindicato. Arrancó el vehículo,
con todas las normas de seguridad. Un alcohol en gel en la espalda del asiento
del pasajero delantero y una actitud dura en el rostro. Fuimos mirando el
paisaje. Diferente al verde en Santa Cruz, adornado con los cerros y al fondo
de la vista, la imagen de la virgen del socavón que lucía un color blanco
eclipse.
Nuestra misión
estaba marcada, teníamos que ir donde los buses o micros partían hasta el Museo
de Orinoca. Solo una pregunta bastó para saber cómo llegar. Y la respuesta fue
clara. Desde el mercadito Abaroa puede tomar un “surubí”
¿Un surubí? pregunté – si, me dijo, ahí le dicen a qué
hora sale. Me dijo el taxista después de hacer un
viaje de 15 minutos desde el aeropuerto. Bajamos, exploramos el ambiente, nada
del otro mundo me dije, los mismos rostros lo vemos en Santa Cruz, me dije.
Compré una tarjeta para cargar al celular y ni bien vimos un surubí, vehículo
de pasajeros más pequeño que un minibús, donde viajan cómodamente sentados unas
10 personas, empezamos a negociar el pasaje.
Algo parecía
funcionar bien, los tiempos, ya que preguntamos cuanto tiempo tarda en llegar
hasta Orinoca, y nos dijeron 3 horas. El cálculo estaba bien. Eran menos de las
10 y el viaje tenía que ser pronto. Negociamos con el chofer, arreglamos por un
precio conveniente, más para él que para nosotros y nos subimos al transporte
interprovincial. No se llenó porque pagamos por los asientos vacíos, que luego
el hombre en el camino se encargó de ir llenando rompiendo el trato
unilateralmente.
La ciudad, la
gente, las casas, con un color cetrino, con techos de zinc, aparecían como un
cuadro pintado por la misma naturaleza. A lo lejos el lago Uru - Uru se pintaba
seco.
En esta ciudad
viven cerca de doscientas mil personas, sino más. El comercio es incipiente. La
gente corre de un lado para el otro. Se mueven al ritmo del día, con un sol
tímido que arroja rayos fríos por el viento.
Media hora de
viaje, el asiento reclinable en la parte de en medio del surubí chillaba entre freno
y freno, entre peaje y mercadito que aparecía en el camino. Luego, al lado
derecho, solo desierto; lo mismo al lado izquierdo.
Cada vez más
adentro. El lago Poopó parecía que estaba por ahí. Seco tal vez. Una que otra
comunidad con canchitas de pasto sintético y una escuelita media destruida,
media construida. Varias banderas del MAS, varios grafitis vitoreando a Evo.
Mucha pobreza. El área rural de Oruro tiene una belleza diferente. Sus
horizontes están cargados de colores que levantan al sol y el salitre en una
especie de espejismo arrogante. Es la naturaleza que construye a un país, con
una carretera que une esos misticismos rodeado de nada, absolutamente nada.
Otra vez, una comunidad en medio del camino, una canchita de pasto sintético y
otra escuelita con los grafitis de Evo Cumple.
Fueron casi tres
horas de viaje, cuando de pronto una voz que salía de al frente gritaba, / ahí
está la casa del Evo- miramos, y no
encontramos nada, solo una chocita derruida entre un montón de campo árido y un
camino que conducía a otra comunidad. Estamos cerca de Abaroa, decía un joven
vestido de buzo futbolero y un cangurito, mientras hablaba con su madre por
celular. Estaba dando las coordenadas. En un asiento adelante del nuestro había
otra señora, que llevaba a un gallo metido en una caja y a un perrito blanco
con los dientes chuecos. Volvía de Cochabamba, pero solo de visita. Es triste por acá - nos decía. ¿Les gusta? Nos preguntaba.
Por cortesía le
dije que sí, pero no había manera que no lo esté. Estaba viajando a un lugar recóndito
del país conociendo un departamento del
país que en otras circunstancias nunca lo iba a hacer. El destino final era
el MUSEO de ORINOCA, más conocido como el museo de Evo Morales.
Cuando llegamos,
nos recibieron un par de calles destruidas, llenas de polvo, se bajó la señora
con el gallo y el perrito de los dientes chuecos, y aprovechamos para estirar
las piernas. Las demás personas también ya habían bajado.
Luego nos
llevaron al Museo, a la vuelta de la esquina del lugar donde el pueblo comenzaba
y la carretera continuaba. Estaba cerrado, ya lo temíamos, no atendía a
turistas y no turistas desde que el
anterior gobierno había abandonado sus funciones, después de los 21 días de lucha
en las calles. Después de que todo un país decidió sacar a un dictador y poner
a una mujer.
Nadie nos
atendió en el lugar, pero aprovechamos para mirar desde el cielo el lugar. Un
pueblo de 600 habitantes, que no tiene agua potable, peor alcantarillado.
Apenas logramos divisar una cancha más grande de pasto sintético al subirnos a
un mirador que estaba en esa especie de plazuela que sirve de antesala del armatroste
construido en medio de la nada en un pueblo que se llama Orinoca y que fue
donde se crío el ex presidente boliviano.
Continúa…