Estuvo
muerto en su escritorio y nadie se dio cuenta hasta después del fin de semana.
Macabro suceso se
dio en el canal de los unidos por la alegría. Cuando se descubrió que su
gerente de producción de contenidos no asistía a la reunión de las 8 de la
mañana que todos los lunes reunía al comité del medio de comunicación. En ese
preciso momento supieron que algo andaba mal.
Eran las 10 de la
noche del día viernes, por cuestiones de presupuesto se grabaron todos los
programas del fin de semana cumpliendo el horario pactado. Todos cansados,
agarraron sus horas trabajadas y se fueron a sus casas, todos menos uno. El
gerente de producción nunca se fue del canal.
Era de
conocimiento de las guardias de turno que los hombres como él podían quedarse
horas infinitas encerrados en sus cubículos: editando, produciendo o por último
descansando de horas de trabajo para no irse a casa. Esa fue la normalidad
aceptada por todos. Desde el viernes que se fueron sin darse cuenta que faltaba
uno, hasta el día lunes que volvían a sus puestos laborales, la sospecha de que
el productor principal del canal no se levantase de su escritorio ya causaba
rumores extraños en los pasillos del canal.
Las primeras personas en tomar distancia de todo lo que
estaba pasando fueron quienes trabajan en limpieza, prefirieron comenzar por los pasillos
adyacentes a la oficina principal del funcionario cansado y luego entrar
silenciosamente al despacho del hombre que ya estaba frio encima de su teclado.
Nadie tomó en
cuenta que un paro cardiaco había fulminado al corazón del hombre, que con las mejillas apretando el mouse y la mesa del
escritorio, habían dejado un hilo de saliva que salía desde su boca hasta las
teclas del teclado.
Luego llegó la
recepcionista, que en modo automático comenzó a retener las llamadas telefónicas para no
despertar al occiso, sin mirar siquiera de reojo la posición que estaba
contrapesado entre el sillón giratorio y el mesón que soportaba su cuerpo. Más
de cien kilos de hombre rendido yacían en ese pedestal desafortunado de su existencia. Algo pasó,
se paró su corazón, se obstruyeron sus arterias, se le acabó de una vez el
mundo.
Pero el tiempo es
sabio, permitió recorrer con la mirada perdida la puerta de su oficina y
observar lentamente todos los recortes de periódicos, la foto de su hija, de su
perra siberiana, atada a un cuadro prendido en la pared junto con un montón de
baterías de cámaras de filmación, que escondían secretamente pedazos de papel con dibujos olvidados realizados en
un kínder de la ciudad por las manos de su niña, que a dos mil kilómetros de
distancia le sonreían en esa foto congelada con ella y sus doce añitos. Atrás de ella su mamá, su ex mujer.
Divorciado y alejado de su familia, ese hombre traducía su vida en un exceso de
trabajo, con menos horas dedicadas a descansar y más a producir un programa
tras otro.
Los directivos
estaban contentos, es difícil mantenerlos a gusto, invierten mucho dinero para
ver resultados, pero ahí estaba él siendo el resultado de un millón de dólares
que tenían que convertirse en dos y luego la depreciación, fulminaba el resto
del trabajo.
Era argentino,
llegó joven al país, casi junto con los primeros equipos que en esa época había
comprado el canal para empezar a transmitir desde su nueva ubicación. Antes
esto no era un canal. Era una salita convertida en set de tv, con varias cámaras
U-Matic cargadas al hombro y otras postradas en trípodes tan grandes como un
caballete de albañil.
La cocina estaba
escondida al frente de su oficina, cruzando el pasillo principal, la
recepcionista podía oler el aroma de las tazas de café que se tomaba todos los
días. Ese hombre, pesado, arrastraba su cuerpo para servirse un litro de agua
hirviendo en tostados granos de un sobre que traía exclusivamente para él. Eso
lo mantenía despierto en la mayor parte de la mañana, pero luego del almuerzo,
no sabía nadie si comía o no. El noticiero tenía que salir perfecto, los
gráficos, las luces, los micrófonos, el telepronter, todo tenía un cuidado casi
exclusivo por parte de él. Y el programa antes del noticiero, y el primero de
la mañana y el último de la noche, sin contar de que tenía que revisar de que
los capítulos de las novelas turcas coincidan con los tiempos de los
auspiciadores y terminen con el avance exacto para dejarlos en suspenso para el
próximo día. Mantenía un horario estricto para que cada segundo valga lo que
pagaban los anunciantes: ¿te parece poco 42 dólares por segundo en prime time?
Lo obsesionaba la
perfección. La dedicación de horas y días no tenían una sola justificación. Su
matrimonio lo sintió y por eso al final de su carrera quedó estancado en su
propio escritorio con un montón de correos por responder. Uno de ellos, el mío.
Ese correo donde le proponía un programa que le iba a cambiar el rating del fin
de semana. Pero, no logró responderlo, tal vez ni siquiera pudo abrirlo, o lo
que es peor, lo dejó en el basurero digital de su pc.
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