Doctor se
despide por WhatsApp de su esposa, hijos y nietos antes de morir en la sala de
emergencia de una clínica de la ciudad.
Estaba en una
reunión para disfrutar una charla amena con sus amigos de siempre, cuando el
corazón comenzó a mandarle mensajes abreviados como en código morse en su
pecho. Palpitaciones cada vez más seguidas y agudas. Tuvo tiempo de sentarse,
mirar a su alrededor y contar las cuadras que lo separaban entre la casa donde
estaba compartiendo un convite permitido hasta la clínica donde trabajaba medio
tiempo atendiendo pacientes con trastornos urológicos.
Invirtió su
tiempo para despedirse a mano alzada, con un par de amigos de puño a puño y al
anfitrión con una palmadita en el hombro bajando su mano por la espalda
mientras respiraba cada vez más lento.
Se subió a su
vehículo, apretó el acelerador, sostuvo la cordura mientras pudo. Cada semáforo
en rojo sentía que la respiración se le cortaba y recordaba los episodios de
asma en su niñez. Apenas encontró un espacio vacío en la calle para dejar su
vehículo pisando la línea azul para el espacio dedicado para vehículos con
personas discapacitadas: el letrero avisaba su imprudencia, pero él no podía
aguantar más.
Entró a la
clínica desabrochando los botones de su camisa, avisó al guardia su emergencia
y mostró su credencial de médico acreditado para entrar por Triaje sin esperar
a que lo llamen y omitir el proceso de pasar su tarjeta por el ojo laser de
seguridad de la puerta e ingresó pidiendo hablar con el médico emergencista de
turno para que lo asista.
El joven médico
que hacía guardia esa noche había acabado de ponerse la bata azul y los crocs
blancos, se había lavado las manos minuciosamente mientras le pedía a la
enfermera que no lo moleste con trámites innecesarios a esa hora de la noche,
que la atención sería según orden de llegada, era lo que correspondía, no
terminaba de levantar su cabeza del fregadero cuando vio entrar al médico apenas
balbuceando que se iba a morir:
-
Ayúdeme doctor, me estoy muriendo, no puedo respirar.
Le dijo mientras
se sacaba la camisa y se acostaba en la primera camilla que encontró de frente.
No había nadie más en la sala de emergencia que ellos tres, además de la cajera
que estaba agachada realizando trámites burocráticos sobre autorizaciones para
tomas de PCR de pacientes sospechosos con covid.
-no puedo respirar, soy asmático
Volvía a decir
el hombre, mientras se levantaba e iba hasta el fondo del pasillo y volvía con
un tanque de oxigeno un poco más grande que un extintor. Tomó la mascarilla y
la puso en su boca mientras lo miraba al médico de turno.
-Tranquilo doctor, aquí nadie se va a morir,
no hable burreras.
Le decía el
doctor, tan joven como la enfermera que lo asistía. Un hombre tramitando los 35
años frente a un colega suyo de 60 tendido en su sala de emergencia.
Me voy a morir, me voy a morir – no paraba de decir.
Mientras el
doctor le tomaba los signos vitales, arreglaba su barbijo y le tomaba la
presión.
Nadie había
notado nuestra presencia. Mi hijo de 8 años acabada de dar patadas a la
enfermera que le trató de tomar la muestra de PCR, el hisopado fue un proceso
traumático para él. Cuando sintió el hisopo traspasar la barrera de su nariz,
dio patadas certeras al muslo de la señora que vestida de blanco y
completamente tapada la cara, dio por terminada la tortuosa sesión cuando vio
que no había fuerza que detenga al niño.
Agachado con el
celular en la mano, esperábamos que nos dieran el carnet de asegurado y la
conciliación final por parte de la clínica. En un espacio de 2 metros, unas
rejillas nos separaban del espectáculo marcado para esa noche. El doctor que
entró con la respiración cortada seguía nervioso por su situación, él aseguraba
que tenía el virus en su cuerpo y que no lo dejaba respirar. Era casi las 8 de
la noche, del segundo mes de cuarentena y la ciudad estaba con las calles
vacías por el rigor del decreto de que solo personal autorizado podía estar a
esas horas transitando por las avenidas.
Un minuto, dos
minutos, tres pedidos de urgencia, un respirador, cuatro enfermeras más dando
vueltas por el lugar. Cómo se llama doctor, le pregunta una de las licenciadas
que entró a asistir. Tome mi credencial le dijo, mientras marcaba en su celular
un número. La luz verde del WhatsApp se reflejó en su cara mientras el doctor
le sostenía el brazo derecho, él manejaba con el izquierdo el teléfono. Lo
acercó a su oreja y escuchó una voz conocida al otro lado de la app. Era su
esposa, se entrecortó su voz y lo primero que atinó a decir fue:
-
Estoy en la clínica, despedime de todos, de mis hijos, de mis nietos…
su voz se
achicaba, ahogada por el aire que entraba cada vez menos por su garganta. Su
esposa, al otro lado de la ciudad emitía un sonido cada vez más lejano, su voz
se le perdía y fue cuando en ese preciso momento murió.
Se había cortado
la llamada, miró el celular, las líneas de su conexión por wifi. Llamaron a los
enfermeros para que lo lleven a quirófano de manera urgente. Fue una orden mal
dada al parecer.
Una enfermera que
realizaba el trámite de darle de alta a mi hijo, me entregó el carnet de
asegurado diciéndome que tenía que pasar por caja a cancelar bs. -1400 por la
toma de muestra Covid-19, lo cual me devolvió a mi realidad. Algo estaba mal,
porque el contrato decía 100% de cobertura en emergencias y ese proceso incluía
hasta las pruebas para saber si el virus maldito había ingresado al sistema de
mi hijo de 8 años.
Luego de unas
cuantas llamadas al Call Center encontraron el error y lo corrigieron
dejándonos salir de esa situación. Salimos
de Emergencia pensando en ese hombre que tuvo tiempo de despedirse de su
familia antes de morir, pero que no ocurrió lo que él vio como algo inexorable.
Al día siguiente
los mensajes por Facebook para que la familia y sus conocidos recen por la
salud del Dr. Antelo, fue el comunicado de que el hombre seguía vivo. Dos
semanas después contaría su versión en un posteo breve en su muro de Facebook,
agradeciendo a todos los que se preocuparon por él.
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Historia ficcionada de un evento de la vida real.