Lo que le afecta al
escritor es tragarse tantas historias que pasan alrededor suyo e indigestarse
con tanta mierda. No se puede escribir obviando las cosas que están podridas.
Ese es el escritor optimista, el que ve todo color de rosa, que se inspira en
lo bello del paisaje, en lo hermoso del cielo azul, en lo cálido de las
palabras que se dicen con ternura. Pero la otra cara de la moneda es el
escritor pesimista, que escribe para no sentir tristeza por lo que pasa. Contar
lo que ve que está mal, es una forma de catarsis para exorcizar todos sus
miedos. Vive encarnándose en cada animal pensante que cruza la tierra como si
fuera una transfusión de sentidos, alma, espíritu, pensamiento. El dolor es
penetrante, la frustración es degradante, el pesimismo del escritor es un grito
que se escucha en las páginas de los autores de ficciones o realidades.
El pesimismo es parte
de la escritura, pero al mismo tiempo es la esperanza de encontrar algo
positivo en todo lo que escribe. Es mirar, comprender, sentir, almorzar con el
estómago hecho nudo. Es adentrarse en el fondo de las situaciones sin ni
siquiera pertenecerle, es abordar la vida de otras personas, tener una relación
extraña, con gente que nunca le hubiera gustado ser. El escritor que vive del
pesimismo, es un escritor que desgrana palabras llenas de furia, verdades
desgarradoras sobre lo que ve.
La niña estaba
sentada en su cama, llevaba una bata de hospital, atrás de ella estampado en la
pared, el retrato de Jesús con la leyenda “En ti confío”, el suero cayéndole
gota a gota a su vena, el pelo perdido por la quimioterapia, el dolor de la
madre en los ojos rezando con el rosario que maquina en la mano. Dos semanas
después, su cuerpo de niña de diez años no soportó y se rindió. Murió en la
madrugada luego de agonizar lentamente, el cáncer le había arrebatado la vida
gota a gota. El silencio terminó con la pesadilla.
Las historias que
cuenta el escritor están hechas de muchas capas: de sensibilidad, de empatía,
de correspondencia, de momentos que pueden ser buenos o malos, todos son lo
mismo, porque el dolor puede terminar en una alegría, el placer en una tortura,
la certeza en una duda infinita.
Cuando Cali salió de
su casa ese día, llevaba veinte gramos de coca en su bolsillo, un arma calibre
38, estaba desvelado, buscaba dinero para terminar una transacción que había
tenido con un narcotraficante, tenía que pagar de manera urgente. Desesperado
llamó a la persona que le debía cinco mil dólares, lo citó en la licorería de
siempre. Al llegar el endeudado, lo increpó, lo zamarreó como a un títere, lo
insultó sin descaro, lo hizo huir por la calle, lo persiguió docientos metros, le
apuntó con su arma caliente, lo pateó en el suelo y no lo dejó levantarse nunca
más, arrojó cinco balazos sobre su cuerpo, el primero lo mató, los otros cuatro
eran de rabia, la cámara de seguridad que apuntaba a la calle grabó toda la
escena, como si estuviera escrita en el
guión de una mala película.
El escritor sufre las
desgracias ajenas, porque las tiene que contar, vive el dolor pernicioso de los
mortales, se debilita ante cada acción desenfrenada que le toca escribir. El
pesimismo se ha vuelto parte de su ser. Las letras con la que escribe no tienen
la culpa, tampoco él, que siempre trata de arrancarle una sonrisa a las letras.
Nadie tiene la culpa, las historias son así. Seguro, aunque no queramos
reconocerle al autor de las letras el optimismo con que se vive la buena
escritura, no podemos abstraernos a la
realidad del escritor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario