lunes, 15 de julio de 2013

Confesiones del autor de "EL MANUAL DEL ESCRITOR"

FILOSOFIA


Escribo lo que veo, salgo a la calle y vuelvo con miles de palabras queriendo juntarse en el papel con la tinta virtual para entretejer historias. Escribo lo que veo y no siempre está en frente.

La gente que no escribe, vive con asco, sin saber que en las letras está develado el misterio de su existencia. Los conceptos, marginados, malparidos, malnacidos de que los que escriben solo viven del tecleo desmesurado de lo que le dictan sus nervios entrelazados con su cerebro, son infundados por gente que no escribe o no le da la gana de escribir. Hoy, con las redes sociales todo el mundo escribe y se develo el misterio. La gente no sabe escribir y no digo que no saben que escribir, sino que no saben escribir, delatado él, que en el colegio no aprendió los buenos modales entre las letras: gramática, acentuación,  poner una coma donde corresponde, pero obviamente eso es mucho pedir, estamos hablando que no ponen bien las letras donde corresponde, dentro de la palabra, no se puede escribir omitiendo que las palabras se las debe respetar en su inmensidad. ¿Sabe lo que significa cada palabra? ¡Significa todo!, significa que te estás comunicando mediante ellas, ¿saben el valor de estar comunicado? Bueno, si lo valoran, es eso lo que vale cada letra, cada palabra, cada oración, por favor no destruyan el lenguaje.

Las palabras siempre fueron un refugio donde las emociones se vestían de oración. Decir algo indiscreto, revelar un secreto sin siquiera decirlo, oxímoron de por medio. Escribir era como una terapia donde podía decir lo que quisiera y ni siquiera sentir que lo decía, era vomitar y respirar de nuevo con aire puro. Escribir siempre fue una delicia, un gusto a parte, una distracción, una catarsis. En los primeros meses que me di cuenta que escribía me era difícil entender que era lo que exactamente hacía, comunicación era, eso, nada más y nada menos. Lo primero que leí que me acuerdo, Alma Mater, librito escolar de colegio fiscal, con dibujos de niños, todos suecos ellos. Era divertido repetir Mi mamá me mima. Era divertido escribir la M, sin salirme del borde.
Lo bueno de escribir es que uno conversa con uno mismo. Se dice las cosas tal y como son. Piensa constantemente y nunca está solo. Para mí, el acto de escribir se  convirtió en  una jugada de ajedrez, o una partida si se la quiere entender así. La edición es un trabajo que hago constantemente. Todo el tiempo estoy pensando cómo escribir lo que veo. Por ejemplo, hoy día no sabía cómo describir una sensación que la sentía en mi piel, buscaba, me esforzaba buscando la palabra para descifrar, definir el sentimiento que me embargaba. Era una palabra que fonéticamente hacía que mi garganta se cerrara. Era confusión, desazón, tristeza.

Las personas están hechas de palabras, algunas, mal dichas, otras dichas a medias. Los periodistas están hechos de palabras, de miles de palabras, todo el tiempo están pensando y están editando lo que están diciendo, escribir es un proceso que le saca tiempo al tiempo. Cuando uno escribe pierde también la noción del tiempo. Los que escriben por obligación son los desdichados, los que escriben porque les pagan, son los que viven afortunados, los que escriben porque necesitan botar todo lo que tienen adentro, necesitan una terapia urgente.
Escribir es como rezar, es ir pidiendo que todo salga bien, que el tiempo que estoy escribiendo no sea en vano. Muchas veces me ha pasado que he escrito tanto que siento que estoy perdido. Por eso me llevo mis cuadernos pero tengo que confesar que solo lo uso yo en mis tiempos libres.

Acostarse pensando que debí haber escrito más o levantarse con ganas de seguir escribiendo más, es una angustia de todos los días. Cuando las personas eligen redactar partes importantes de sus vidas es porque lo necesitan. No es la típica noción de hacer que las palabras fluyan en el papel, total si nadie las va a leer. Los libros están hechos de esos momentos de sosiego, de levantarse, acariciar el teclado, de ceñirse en el sillón para recostar los brazos sobre el escritorio, extensión de nuestro cerebro y espíritu a la hora de escribir. Cuando aprendimos de chico la tarea de escribir no sabíamos que nos iba dar tanta satisfacción. De todas maneras, eso casi nunca se valora, la gente piensa que mientras menos escribo, más tiempo tengo para vivir, para mi es lo contrario, mientras menos escribo, es más tiempo que tengo para morir, porque la escritura me da vida. La intención de hacerlo me recorre por el cuerpo, me activa, me emociona, no puedo dejar de pensar en ello. Las cosas pasan como si fueran a no ser contadas. Pero eso no es cierto, se puede caminar todos los días y se puede contar todo lo que pasa a tu alrededor. Hoy, por ejemplo, nos levantamos con la misma angustia de todos los días, pero es diferente porque en la edición de las palabras se puede corregir lo mal hecho, la edición es una de las cosas que debemos valorar aún más, porque nos permite ver nuestros errores, esos que pasan todos  los días, pero como todos saben, la perfección se va alcanzando con la escritura. Hay veces que la existencia, depende de este acto tan sublime, como es la de expresar en tiempo presente, algo que va a relatar en un futuro el pasado de nuestros momentos de reflexión. No es necesario pensarlo tanto, solo es necesario tener los 10 minutos antes de salir a trabajar, antes de volver de algún lugar, antes de almorzar, después de dormir, antes de hacer cualquier otra cosa. Tiene la exigencia de que cuando lo hacemos nos estamos forzando a llenar las páginas en blanco de nuestra existencia. Nadie puede negarle a la vida ese placer.

Como también el placer de leer, yo escribo para leer, porque no me alcanza el tiempo para abrir los libros es que los escribo, armo personajes que salen de la nada, que me visitan, que viven conmigo. Trato de no meterme mucho en la ficción pero no me puedo negar salir de golpe de la realidad para internarme en un mundo cuasi perfecto, o lleno de caos para solucionar o entender los problemas que pasan. Nadie puede vivir sin armar historias. Todo el tiempo, es constante, es remanente, es beligerante. Siguen las cortinas de este teatro abriendo y cerrándose. Las actuaciones siempre son las mismas, las palabras van formándose y tienen por seguro que son muchas que nunca van a agotarse. En el camino de este recorrido literario tal vez no se pueda crear ni siquiera una forma literaria para expresar lo que es escribir, pero si se puede tener la suerte de toparse con una en el camino, que es eso lo que busca el escritor, no dejarse llevar por las aguas del desaliento, de no encontrar que escribir, de no encontrar lectores para sus trabajos. El mejor auspicio que puede tener un escritor es llegar a los ojos y los oídos de lectores ávidos de buena lectura o por ultimo de esos masoquistas que se leen cualquier cosa. El otro día me encontré leyendo la letra chica de lo champuses del baño.

Escribir es contar, escribir es narrar historias, es crear, recrear, manifestar un sentimiento, un pensamiento, una idea. El arte de escribir va más allá del placer del manuscrito, es intenso. Es el desarrollo del espíritu que utiliza la escritura como balsa para navegar por mares furiosos. Es el momento donde nacen muchos personajes que quieren vivir y salir a pasear por la mente de los lectores, ellos están hechos de sentimientos prestados, de imágenes sacadas de mundos diferentes, viven épocas pasadas y también futuras. Viven desde el primer momento en que se empezaron a dibujar los rasgos de su personalidad a punta de subjetividades, de ojos de otras gentes. Es algo similar a la creación escrita en los textos bíblicos. Es el prestar detalles de todos lados. La creación de un personaje ficticio es tan válida como contar sobre la vida de un personaje extraído de la realidad. Muchas son las comparaciones, las frases utilizadas para describir una escena, pero siempre va a ser original porque salió de la mente de su creador. Ese creador que comienza a escribir desde el más mínimo detalle: “tenía ojos negros, el pelo le caía hasta los hombros, alto, rubio, denotaba nerviosismo en su hablar” cuando los personajes aparecen, de pronto tienen personalidad y es la que le da el narrador, el contador, el padre de la imagen. “pocos sabían que ella tenía el vestido negro que él le había regalado, colgado en el ropero, que después de su muerte nunca más volvió a usar” ella se volvió un personaje trágico, triste, nació de la nada y apareció como un fantasma en un cuarto oscuro, al lado de un ropero vestida de negro, mostrando un vestido que ya no está colgado. “Cuando corrían por las calles de tierra, cuando eran niños, nada les podía hacer daño; llegaba la lluvia y les arruinaba la diversión, pero como eran niños, se metían en el barro y, terminaban con los pies con sabayón” La escritura corre por donde le da la gana, es todo terreno, puede llegar a lo más alto del mundo y de ahí saltar al universo, flotar en la atmosfera y volver a caer sin paracaídas para llegar al punto de partida donde todo había comenzado. “Las calles eran de losetas, las aceras estaban destruidas, las iglesias eran las mismas, los feligreses rezaban igual, ¿alguien me puede decir en qué ciudad estoy?”  Cuando el escribir se trata sobre comentar o describir lugares que parecen extraños pero que son parte de nuestro diario vivir, se crean momentos que en el diccionario se llama Déjà vu (/deʒa vy/, en francés ‘ya visto’) o paramnesia (es la experiencia de sentir que se ha sido testigo o se ha experimentado previamente una situación nueva), momentos ya vividos, repetidos, reclamados como propios y estresados por la copia del momento. “Ya he vivido por aquí, ya caminé por estos lares, porque todo me parece familiar, todo es igual a aquel momento que no me acuerdo exactamente pero que recuerdo vagamente.” La escritura atrae al paranoico, lo ayuda a que su mente vuele como todo buen paranoico, recrea lugares donde sus miedos surten como abono para crear las peores tragedias, “de pronto me sentí perseguido, después de pasar por la calle Warnes, al doblar la esquina, el hombre seguía sobre mis pasos, no aguanté y me subí a un taxi que iba en sentido contrario, luego no dejé de pensar en que pudo haber sido alguien enviado por sabrá dios quien” La sorpresa de la escritura es que da espacios para todo público, donde el que no desea una lectura, donde se sienta que está perdiendo el tiempo, puede remitirse a las noticias, a la narración de la realidad en tiempo real, escribir la historia de lo  que pasa en el momento histórico, es un trabajo de orfebre. “acaba de suceder un terremoto, nos encontramos en Santiago de Chile, la gente corre para protegerse de los cascotes que caen de los edificios, según los datos del ministerio de defensa el terremoto fue de 7 grados en la escala de Richter.” Todo en la escritura es valioso, desde la lectura hasta la escritura de un panfleto.


En la escritura el hombre se cierne, se valora, se encuentra con su voz interior, deja los miedos y se sincera consigo mismo. En las letras el hombre encuentra una forma de mirarse con el otro personaje que habita con él. Las distancias que los separan son verbales, adjetivadas, oraciones, frases, palabras, páginas escritas. Cuando el hombre se encuentra releyendo su historia, encuentra los errores, cada vez con más aciertos. Andar sobre las letras derramadas, cuestionarse, por qué dije las palabras en este orden y no como las pensé, por qué se desordenan mis ideas cuando todas las palabras se estrellan en mi lengua y dificultan su salida. Por qué vienen trágicamente y salen como si fueran dulces palomas buscando el cielo azul.

De nada sirve escribir tanto si no hay quien lea. El libro es el mejor artífice para transmitir esos deseos. Ahora hay más de donde escoger, desde los papiros hasta los grandes volúmenes de enciclopedias. Pobre ellas, las enciclopedias,  destinadas a vivir guardadas en bibliotecas gigantes llenas de polvo y olvido. Cuando el cansancio divide las aguas de la lectura con la de la flojera, generalmente queda más gente en la orilla de la flojera. El gusto por leer a veces es tan traicionero, que traiciona hasta al mejor lector de todos. Cuando las letras se apoderan de una persona mediante las páginas escritas de un libro, se produce una simbiosis, se cambia el mundo, se juntan dos planetas que están a punto de explotar. La realidad se vuelve paralela, existen dos mundos en ese momento. Se crea el paralelismo universal, donde los seres se pierden y se encuentran con su alma, con su espíritu, con sus verdades. Muchas veces corremos presurosos hacia la lectura absoluta, lo cual es dañino, el momento de reflexión, de comulgar con las palabras vertidas en el cofre del conocimiento, hay que cernirla, mimarlas, entenderlas. Ocurre a veces que cuando dormimos, recurren las palabras escritas al sueño para interpretar lo leído o escrito. Denuncian a gritos verdades absolutas. Enumeran la compleja geometría del pensamiento y la degluten hasta quedar con lo más importante, esa digestión hace que el lector se quede con lo que le hará bien a  su salud mental. Cuando escribimos, lo hacemos dando antídotos de pobreza. Se sana la mala lectura. Se mama un calostro de abundancia. Porque  el que lee, entiende y, el que entiende, valora. Pocos son los que encontraron en la lectura un arma para no luchar, más al contrario, encontraron una armadura para protegerse de la peor de todas las calamidades que es la ignorancia. Es peligrosa y habita en los lugares donde los libros son escasos. Vive agazapada entre la modorra y el infortunio. José Ingenieros, Giuseppe Ingegnieri, (Palermo (Italia) 24 de abril de 1877 - Buenos Aires 31 de octubre de 1925), caminó por esas calles tratando de entender la existencia de tal aberración, de allí encontró las palabras para escribir El hombre mediocre (libro), Madrid, 1913. Sus pisadas creaban huellas profundas por la calle de la ignorancia y, como tal espíritu salvaje, comprendía que estaba ante un señor de la más alta estatura espiritual. Cuando Nietzsche, Friedrich Wilhelm Nietzsche (Röcken, cerca de Lützen, 15 de octubre de1844  Weimar, 25 de agosto de 1900) decidió subir al monte, a refugiarse a la montaña durante meses, días, segundos. Encontró a ese mismo espíritu salvaje, indómito, peligroso, corroedor de mentes. Cuando tuvo la suficiente tranquilidad para enfrentarlo, saltó de su cueva y caminó de vuelta al pueblo donde encontró al mismo espíritu poseyendo a sus habitantes. Caminó  Jesús hacia el desierto y se internó en el durante 40 días, encontró algo que nadie se atreve a enfrentar, a los demonios que habitan en nuestras ignorancias, en la mente del que no lee. Del que no entiende que la palabra sana, cura de todo mal, se vuelve un refugio impenetrable.

Escribir es dialogar, una tarde, una mañana, un amanecer, siempre es propicio. Cuando dialogamos, crecemos juntos. A veces también nos gritamos, enfurecidos nos tiramos palabras soeces que dan en la cresta del ego. Pero no hay otra forma. Las guerras son inevitables, sobre todo cuando son las del pensamiento. Con la lectura encontramos a Sun Tzu, China (722-481 a. C.) como el autor de El arte de la guerra;  al mismísimo príncipe con Maquiavelo, Nicolás Maquiavelo (en italiano Niccolò di Bernardo dei Machiavelli) (Florencia, 3 de mayo de 1469 - ib., 21 de junio de 1527) a las batallas de Goliat con David, a las historias de los héroes del Topater, a las miles de balas tiradas a cuerpos calientes que caen sobre el mar en las míticas batallas de los anglosajones. Siempre la guerra fue contada por hombres muertos. Siempre estuvieron escribiendo con la mano ensangrentada y no por ser los que hirieron a mansalva. Hemingway, Ernest Miller Hemingway (Oak Park, Illinois, 21 de julio de 1899  Ketchum,Idaho, 2 de julio de 1961)  cayó en la tentación de ver cómo era la muerte en escena. Corría tras de ella esperando sacarle alguna frase, escupirle las palabras o como lo hizo, escribirle sin miedos. Es mejor escribir que dar un puñetazo sobre la humanidad de alguien, el dolor es más efectivo si se quiere causar daño, el daño es tan fuerte como cualquier otro golpe dado cuerpo a cuerpo. Cuando las palabras salen disparadas a las hojas de los libros, salen como si fueran lanzadas desde un fusil o una AK-47. A veces se mata desde la escritura, a veces se vive con ella, matando a otros. Cuando matamos la ignorancia, son balas que hacen bien, pero cuando escribimos con el odio de saber que esas palabras irán como morteros dirigidos a sus víctimas con el único placer de herir y maltratar, es la indecencia del uso de un  bien tan útil. Si quisiéramos vivir escribiendo para matar, seguro dejaríamos de escribir después del primer párrafo. La muerte en la lectura es tan repetida. En los policiales, género que agrada tanto a los hombres y mujeres, se sospecha que el que escribe tiene alma de asesino, porque describe cada escena de terror y asesinato con delicadeza asesina. Sabe todos los detalles, que hay que ser policía para tratar de entender por qué del homicidio. Cuando uno escribe como policía, cae en la tentación de contar la versión del muerto que muchas veces grita sobre lo sucedido al momento que le dieron fin a su existencia. La escena del crimen es plasmada en una hoja de papel y, el papel queda ensangrentado. Cuando vemos la cara de los pobres hombres que escriben sobre suicidios, son apesadumbrados del alma, porque escriben con tristeza, con extrañeza, no entienden la vitalidad de una persona para quitarse la vida. Los escritores tienen que convivir con ese pesar todo el tiempo, porque dan a luz, ven nacer, ven crecer y, por último matan a sus personajes. Muchos no sienten lástima por sus creaciones y otras las hacen nacer con el único fin de darles una muerte trágica. Cuando el escritor se obsesiona con semejante figura literaria, está experimentando su propia muerte. Sabe que el frío que siente él, lo siente su personaje, ficticio pero siente.

Escribir sobre escribir es como dibujar el gen de la palabra. Cada vez que ponemos el pincel sobre el lienzo de la literatura dibujamos el rostro de nosotros mismos. Somos reflejados en cada uno de  los textos que escribimos. La razón esencial de este acto es el amor a la escritura que nace desde que vemos como se articulan nuestras ideas y llenan el blanco del papel.  Lo gracioso de todo esto es que para escribir hay que leer, es un acto que conlleva al otro. No se puede dejar de hacer las dos cosas, me sucede que el mejor libro que leo, es el que creo que estoy escribiendo.

Entre las mil formas de narrar lo que escribo, está la idea ilusoria, de que lo haga con un sentido, que hay un determinismo. De que las palabras ya están dichas o de que alguna forma salen formadas y uniformadas por alguna causa o razón. Sin embargo, las palabras esperan su turno en la cabeza para ser expulsadas sin menester. Uno no sabe generalmente cual es el motivo, hasta pareciera ser un motor que arranca para ir procesando páginas y páginas de lo que yo llamo, “el tiempo escrito”. Muchas de las cosas que escribo estaban dentro de una película, o dentro de una novela escrita por sabrá quién, o dentro de algo televisivo, o dentro de algo que me contaron o escuché en la calle. Por eso el acto de escribir, es el acto de reproducir, de ir y venir con palabras que se te quedan colgadas en la memoria y necesitan ser escritas, "tipeadas", ordenadas. Muchas veces, todas esas frases que están dando vuelta por la cabeza no tienen un orden y, causan estrés innecesario que no deja dormir. Esa debe ser mi angustia cuando despierto cada día y me digo: “debo escribir” pero generalmente no sé qué es lo que voy a escribir. Cuando me sedujo la función del periodista,  lo hice por la única razón de que me iba a sentir obligado a escribir. De que no iba a tener excusa para no hacerlo, de que las palabras eran algo esencial. De que más allá de lo que dijeran podría realizar ese trabajo de ejercicio ajedrecístico. Hay un monstruo que me persigue y que es la necesidad de escribir. ¿Pero qué es lo que quieres que escriba? Le pregunto en el trayecto de la persecución que generalmente ocurre mientras duermo, mientras me lavo los dientes, la cara, mientras manejo el auto. Son muchas situaciones cuando ese monstruo se me acerca y me atemoriza diciéndome que algo raro sucederá si no me siento a escribir. Hemingway escribía en parado, yo lo hago en sentado, Saramago escribía entrecomado, yo escribo con punto seguido. No importa decía el monstruo que con cara llena de pelos, sacado del lago formado en la esquina de mi barrio, aún vive. La primera vez que escribí y que fue el día que empezó la persecución fue cuando realicé un dibujo de un librito cristiano que tenía a Jesús sentado en una roca acariciando a una oveja, la escritura fue mínima, solo para ese dibujo y, solo se trataba de mi nombre. Si, era una publicación muy íntima, nadie más la vio, por mi timidez excesiva. Los libros de filosofía siempre estuvieron cerca, arreándome a la aflicción de escribir, aunque sea un verso, aunque sea una palabra. La profesora de lenguaje que me enseñó literatura, era una mujer con una figura muy especial, media menos de lo que yo medía a los 12 años, se pintaba los labios color rosado, tenía una joroba en la espalda y nos hacía leer a Shakespeare. El mercader de Venecia lo leímos entre dos. Uno sostenía el libro, el otro lo leía en voz alta. Leer es el acto previo a escribir. Haciendo el resumen del libro, casi me salió más páginas que mi propio deber, cuaderno en limpio que presentábamos cada trimestre. Esa profesora, que sufría enanismo o algo parecido, nunca la vi de esa forma en ese tiempo, una porque era de mi tamaño; dos, porque le gustaba lo mismo que a mí. Leer, esa afición por leer todo lo que haya a mano. Trágica era la situación que lo único leíble en ese tiempo, lo tenían los profesores. El profesor Chambi nos hizo leer la Chaskañawi, clásico de la literatura boliviana, exponerla frente a todos los compañeros de clases era una tortura, pero no menos una sensación orgásmica, aunque en ese tiempo, eran ganas intensas de orinar . El protagonista David, de otra novela que no recuerdo, era pronunciado a la manera anglosajona, “daivi”, algo normal para mi mente que acechada por el “gringuismo” de las películas yankees, era un determinismo acordado con la simbología de la época.


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