Las oficinas son
lugares encerrados donde la gente escribe, piensa y olvida. El paso del tiempo
es tortuoso y casi siempre conlleva una pesadumbre. El escribir en estos
lugares es un acto pagado, deshecho, pasado por un mar de lágrimas. Es un acto
que no tiene alma, que se hace con los pies, que se piensa pero se olvida. Es un
mecanismo de olvido total. Cuando la gente entra a las oficinas, las letras son
adornos incómodos. Casi siempre están atiborradas en los estantes con un montón
de cartapacios y objetos que no tienen ningún valor, como las cajas fuertes,
los sellos, las sillas giratorias. Todas las palabras escritas en esos lugares
son sacados de la lujuria, del pensamiento ultrajado. Las palabras se sienten
obstruidas y no dejan paso al romanticismo, a la buena letra, al orden ideológico,
a la fe cristiana. Es una monotonía que sucede mientras pasa el tiempo
desmedido.
Benedetti, Mario Orlando Hardy Hamlet Brenno
Benedetti Farrugia, (Paso de los Toros, Uruguay, 14 de septiembre de 1920 – Montevideo, Uruguay, 17 de mayo de 2009)
más conocido por sus poemas de escritorio, logró diseñar una estructura lingüística
en base a las oficinas. Esos lugares pusilánimes, los convirtió en escenas de
amor, de pasión, de locura infinita. Febrero de 1958, un viudo dedicado a los números,
enterrado en una oficina, vive de recuerdos del amor de su vida que en paz
descanse; entra suntuosa, con las caderas ceñidas por el uniforme de oficina,
llega Laura y se sienta para enamorarle infinitamente. La historia de Martín Santomé,
descifra al hombre que el autor encontró en una oficina cualquiera. Entre memorándum
y planillas de ausencias de empleados, entre informes de ventas finales y
cuentas por cobrar, la oficina se abre al espectro de las letras pero de manera
ambigua. Donde mejor se lleva es en las notarías, allí encuentran historias que
son inverosímiles, también en los juzgados, en los de la defensoría de la mujer
duermen muchas historias en el archivador amarillo rápido, en el
palacio de justicia, la redacción de memoriales sucumben a las palabras, dejan
sus últimos alaridos de sensatez para convertirse en penas y culpas del
ciudadano juzgado por mil quinientas pesetas del alma.
Cuando las oficinas se convierten en lugares donde el
enamoramiento surge de manera espontánea, aumentan los mensajitos secretos, en “post
it” improvisados, encubiertos con un clip que lo delata al final, enviados en
papeles membretados mal impresos, y descifrados por los compañeros de trabajo
que no entienden como un titular de página pueda tener un corazoncito dibujado
con lápiz labial. Las oficinas se han convertido en lugares de cacería para los
solteros, lugares donde encuentran el espacio ideal para hacer el amor, encima de
la fotocopiadora, en la cocina escondida al final del pasillo, en la oficina
del jefe, en la mesa de reuniones de directorio. Allí surgen nuevas historias
de amor que al final el escritor las aprovecha, pero más aún el que atestigua
lo vivido en prosa oficinista. “La encontré sentada en recepción, el olor a
cigarro penetrado en las alfombras, me hizo olvidar bajarme en el piso ocho, tú
estabas sentada frente al comerciante de la calle mayor que venía a realizar su
ingreso de mercadería, tú le hacías el informe de entrada por almacenes, sonó el teléfono piloto,
el guardia se incomodó al verme mirarte fijamente, el silencio se ensañó contra
nosotros en el mostrador.”
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