Estoy obligado a
escribir todos los días, desde que mi profesora de primaria me enseñó con el
librito Alma de Niño, a reconocer las palabras, leerlas y escribirlas.
Desde ese día la
magia se encendió.
Un día de 5to de
primaria, en el escritorio de mí hermana mayor, apareció un librito que
titulaba: El Método Palmer, de escritura veloz. Lo abrí, tiernamente, reconocí
los trazos que subían y bajaban en medio de un torbellino de trazos que giraban
en dos rayas horizontales que medían el trazo. Ese día comencé a perfeccionar
mi caligrafía. El esfuerzo tuvo recompensas, letras elegantes, trazos
delineados, dibujando las palabras parecía que adquirían otro sentido.
Pero mi principal
admiración comenzó cuando al llegar a primero intermedio, del sistema antiguo
de educación, las letras se fueron combinando con números. El trinomio cuadrado perfecto
aparecía en mis páginas de borrador. La elevación a la décima potencia sobre la
letra “n” o “x”, me llevaban a un mundo
de ficción, que si bien me alegraba la imaginación, la pereza mental de esos
tiempos y, la cancha de fútbol instalada al frente de mi casa, no me dejaba gobernar plenamente
mi voluntad de estudiar.
Ajeno a esos
disturbios estudiantiles, en una tarde de aburrimiento, descubrí el dibujo.
Sentado en una banqueta en el centro de la sala de mi casa, dibujé a un Jesús con
un cordero agazapado en su regazo. Mientras miraba el libro bíblico, repasaba
cada una de las texturas de la portada y la trasladaba a una pieza de papel
cuadriculado. Y esmerilé el lápiz y me sentencié por más de dos horas a
dibujarle el rostro al barbudo que sujetaba a ese animalito, que entrelazado en
sus brazos, complicaba la copia fiel del libro.
Leer, escribir,
dibujar, pensar. Los números romanos me plantearon una hipótesis más radical.
Pensar que ese imperio calculaba con ese sistema de números, me dejaba la gran
intriga si realmente fueron un imperio de la sabiduría. Podría haber llegado al
mil dibujando en una tarde los números en romano, pero la caricatura que se me
hacía en la página en blanco no me atrajo.
Luego vino la
taquigrafía y mecanografía, ese tecleo en máquinas de escribir era todo un desafío. Posar los
dedos en las posiciones correctas para hacerlos trotar de manera tal que cuando
parasen hayan escrito algo con sentido en la hoja de papel bond. El margen, el renglón,
la barra espaciadora, la mayúscula, el carrete de cinta color rojo y negro. Todo tenía una maquinación de
fábrica moldeadora de ideas. Si te acercabas a mirar las puntas de los brazos
donde estaban las letras y los números en metal, te sorprendía al ver que eran
tan pequeñas, número 12 en tamaño arial. Todo fríamente calculado para escribir
hasta el más mínimo detalle. Paréntesis, comillas, comas, punto aparte y
seguido, dos puntos, el acento. Estaba en ese artefacto color blanco todas las
palabras del universo, sometidos a un sistema exacto.
Pero hubo mucho
tiempo, en mi crecimiento y desarrollo de niño a adolescente, que aprendida la
lección lo demás era una tortura, entre ellos, escribir todo lo que el profesor
o profesora copiaba en la pizarra. No había emoción reescribir en la hoja en
blanco lo mismo que estaba en el texto que luego el docente pasaba a la pared
negra con tiza blanca. Era como aprender algo tan maravilloso para después
sentenciarte a desaprender que ese arte era hermoso. La tortura de escribir se
volvió tediosa y, pasado los años, la juventud rebelde comenzó a
menospreciarla, porque la habían convertido en un instrumento de esclavitud.
Después del colegio, las tareas eran interminables: copiar de la página 3 hasta
la 100; pasar del cuaderno de borrador al cuaderno de Deber, todos los apuntes
dictados por el profesorado. Entrar a una especie de acalambramiento de la mano para cumplir con la tarea diaria
era ni más ni menos, que un sometimiento inhumano. Obviamente que eso se
traducía en rebeldía, en incumplimientos y luego en desacato familiar
estudiantil. Las primeras fases de un entumecimiento generacional a raíz de un
método que nos sepultó a muchos.
Recurrentemente
vuelve ese sueño/pesadilla por las noches, cuando con mis compañeros
disfrutábamos esos momentos que la profesora se salía del aula para caminar
los 50 metros hasta la dirección. El descalabro que se armaba cuando la
cancerbero se retiraba para darse un respiro del mal olor de la clase por el
calor insoportable de los meses de septiembre y octubre, que pringaban con tierra el
sudor de las once de la mañana, justo cuando volvíamos del recreo para terminar
de escribir el testamento de tarea que nos dejaban en la pizarra.
Tal vez, si la
escritura y la lectura hubieran sido utilizadas de otra manera para educar y no
para castigar, habría más gente interesada en mejorar la calidad de vida del
estudiante y de las personas y, nos ahorraríamos millones de dólares en tizas
malgastadas repintando letras muertas que sin el talento son como piedras frías
en el camino.